Ubrique en 1960
UBRIQUE. LA PRIMERA VEZ QUE FUI
Cuando fui por vez primera
a la población de Ubrique
nunca había viajado fuera.
Fue una mañana radiante
de esos lindos días de abril
que el rocío se hace diamante
en la tupida pradera
y sobre las primas flores
de la joven primavera.
Este indeleble viaje
lo realicé con mi abuela
a quien le rindo homenaje.
En una burra lo hicimos;
yo, cabalgando en la bestia,
y ella a pie todo el camino.
Ha quedado retratada
en mí aquella carretera
de eucaliptos jalonada.
Desde abajo se escuchaban
en el ramaje más verde
las abejas que libaban;
era un zumbido de enjambres
que en su idioma es un clamor
de muchedumbre con hambre.
Era angosta y serpenteaba;
y daba la sensación
que nunca se terminaba...
Pasamos: Revuelta Blanca;
por los míticos Cañitos;
La Cuesta de la Barranca;
La Zarza y el Redondel;
El Marrocano; Tavizna;
y un lugar que huele a hiel
donde abundaba la fronda
cerca de La Variante
que le llaman La Hedionda.
Los hálitos matutinos
levantaban vaharadas
que envolvían los caminos
de atmósfera perfumada
por acre hinojo, poleo
y por flores variadas.
Comenzó un sutil diluvio
producido por la brisa,
de ingrávidos efluvios
de algodonada textura
imitando, en cierto modo,
a la nieve blanca y pura;
eran aéreas semillas
provenientes de la flora
que fluctúan en paragüillas.
En los berruecos más duros
veíanse los algarrobos
con sus frutos inmaduros.
Los obscuros encinares
a la diestra de Tavizna;
y, al fondo, Cerro Pajares.
A la izquierda de estos lares
los sugerentes cuclillos
cantan en los olivares.
La imagen vetusta y clara
pintada en el horizonte
del Castillo de Aznalmara,
se erige sobre un alcor,
lleno de magia y de historia
su derruido interior.
Por debajo había un trazado
de una carretera antigua
evocando su pasado.
La turquesa infinitud
del celaje denotaba
la espléndida juventud
que Primavera gozaba
quien con verdor y milhojas
y flores se engalanaba.
Ya los primeros columbres
del precioso y blanco Ubrique
los vimos desde Las Cumbres.
Fue una impresión exclusiva,
única, maravillosa,
redonda y definitiva.
¡Aquella blanca expresión
de casas arracimadas
en la hermosa estribación
de una empinada montaña,
que hace que esta población
sea la más bella de España!
Vamos, tengo que decir,
que esa primera impresión
yo no la sé describir.
Si alguien me hubiera afirmado
que estábamos en Palermo
yo no lo hubiera dudado.
Recuerdo que no se oía
rugir de motocicletas,
que había pocas todavía.
Pero, sí, de los chavales,
la infantil algarabía
en los centros escolares.
No había contaminación
porque apenas si existían
los coches de automoción.
Y, el aire se respiraba,
puro como el esplendor
que el éter difuminaba.
Los Callejones
En la curva de Las Pitas
estaba el puesto de arbitrios
junto a una blanca casita.
Eran tantas impresiones
que me bajé de la burra
entrando en Los Callejones,
un acceso ensombrillado
por los árboles añosos
con que estaba flanqueado.
La Avenida no existía,
y, el derredor del Alcázar,
era una zona baldía
donde luego construyeron
todo un campo de deportes
que, ay, después, lo demolieron.
Tantísimo me abstraía
con aquel paisaje urbano
que mi abuela me tendía
una mano maternal
para asir la mano mía;
la otra llevaba el ronzal.
Caminando por las calles
la infantil curiosidad
me hacía mirar los detalles;
en los zócalos vi algunos
que la atención me atraían
porque nunca vi ninguno
puesto en mi pueblo natal;
era una puertezuela
muy pequeña de metal
con dos letras muy palpables:
( A.U. ) Después me enteré
que era del agua potable.
Para mí eso era impensable.
¡¿Agua potable en las casas?!
¡Qué invento tan formidable!
Era un tesoro rural
las calles del casco antiguo
enjalbegadas de cal;
con mudéjares tejados
sus casitas musulmanas,
y los suelos empedrados.
Sin plomo ni simetría
hay rincones que reflejan
su mora tipología
que arranca de los bancales
usados de escalinatas
desde tiempos medievales.
Vi allí por primera vez
cuán bonitas son las casas
trazadas con sencillez.
El Callejón del Norte
Fotografía de Leandro Cabello
Mi abuela en Ubrique era
conocida por su oficio
de viajante matutera.
Ella lo que más hacía
era comprar contrabando
que luego lo revendía.
En la tienda que tenía
su amiga Isabel Hernández
mi abuela se abastecía.
Si tenía oportunidad
había veces que subía
sin burra, a La Trinidad.
La Trinidad fue de antaño
un mercado a la intemperie
como el baratillo hogaño.
Pero en éste se vendía
sobre todo frutos grandes,
sidras, melones, sandías...
Así, sobre el mediodía,
ya mi abuela había cargado
la profusa mercancía.
En lo de Hernández comimos,
y ahí se acabó mi excursión
porque al comer nos vinimos.
Emilio Vázquez Sarmiento
El Bosque, enero de 2023
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