En "La Cerca", el campo familiar
Pasamos muchos veranos alrededor de la alberca fresquita
Por Esperanza Cabello
Para casi todas las personas la infancia es una época de felicidad absoluta, de bienestar, de tranquilidad, de mucho juego y de ilusiones. Nuestra infancia también fue así, siempre rodeados de una gran familia, daba igual que fuera por la parte de nuestra madre o de nuestro padre (en cada una de ellas teníamos más de veinticinco primos).
Y la Cerca, el campo de nuestros abuelos Julia y Paco, fue un referente de aquella felicidad infantil. Allí nos íbamos los veranos, había una alberca que se llenaba con un pequeño manantial, hoy desaparecido, había una pequeña casita y una cocina. Nuestra madre se iba con Pepa a encalarlas antes de que llegara el calor, y allí había camas, cunas y camitas suficientes para todos.
Nuestro abuelo tenía siempre preparada la huerta, con Frasquito y su burrita, y nuestro padre se encargó de ampliar un poquito más el pilón para convertirlo en "piscina olímpica" (por lo menos de dos metros por cinco, y de casi un metro de honda) que se convirtió en el paraíso de todos los niños.
Y allí pasamos más de un verano. Por las mañanas los niños nos bañábamos entre gritos, risas y carreras, poco importaba el verdín que pudiera haber, solo había que tener cuidado con las sanguijuelas y no metérselas en la boca.
Por las tardes, con la fresquita, empezaban a llegar tíos y primos de las dos familias y empezaban las tertulias al fresco de aquellas dos palmeras que nuestra bisabuela Joaquina se había traido de Argentina.
Abuelo Paco, Esperanza Izquierdo, Manolo, Francisco José, Ana María, Carmen, Antonio, Manuel Heliodoro, María Remedios... un buen grupo familiar comiendo en la Cerca a principios de los setenta.
De aquellas tertulias, en las que los niños apenas participábamos, a pesar de que las esperábamos con impaciencia cada tarde, surgían miles de anécdotas, chistes, historias. Por ellas fuimos sabiendo historias de la familia, allí se hablaba de papá Manuel, del café de Janeiro, de las historias de nuestro padrino en Grazalema, cómo nuestro tío Heliodoro había llegado a Ubrique desde Acebuche, del hermano mayor que nació malito y murió pronto, de cómo abuelo Paco había saltado todas las vallas el día que vio venir a los maquis por la Cerca abajo y no había parado de correr hasta llegar a la calle del Agua.
En una de esas tardes llegó nuestra tía María Romero para avisar de que abuela Antonia se había puesto mala, aquella noche murio nuestra bisabuela, fue la primera muerte familiar que conocimos.
Otro día nuestro tío Antonio se entretuvo charlando hasta las dos de la madrugada contanto historias y manteniéndonos embelesados. Cuando dijo que se iba intentamos retenerlo, y nos dijo que se iba, porque él era "hombre de pocas palabras".
Algunas charlas eran más trascendentes, una noche hablaban de la vida y la muerte y surgió el tema de cómo querían ser enterrados, si en la tierra, en un nicho o incinerados, tras un polémico debate una de nuestras tías dijo: "Yo no me quiero despertar dentro de un ataúd, a mí, que me inseminen". En aquella ocasión nuestro padre contó que su tío Pedro (al que le gustaba mucho un vasito de vino) había sido enterrado en la tierra, en el cementerio, y que sobre su tumba había crecido una parra.
Cocinábamos caracoles, a nuestra abuela Julia le encantaba el hinojo, y nos mandaba a buscarle unas ramitas tiernas. También cogíamos nueces del nogal, que crecía frondoso en el rebosadero de la alberca, que se "tapaba" con un tapón de corcho envuelto en un trapo. Y nos encantaba "robar" las frutas al pobre Frasquito, que cuidaba sus higos, sus peros, sus amascos y sus membrillos con primor.
Después de las comidas nos mandaban a "dormir" la siesta, es curioso que una misma se recuerde metida en una cuna compartida con su hermana pequeña, y también es curioso recordar que aquella habitación, la de dentro, olía a fresco, a limpio, a jabón y a cal.
Y por las tardes, si no hacía mucho calor, nos íbamos a explorar el campo, arriba, entre los olivos, los algarrobos y las encinas, y jugábamos en un árbol que tenía forma de avión, o corríamos despavoridos ladera abajo si alguien nos metía miedo...
Y todos esos recuerdos han surgido al ver estas dos fotografías, ahora volvemos a pasar los veranos en el campo, ojalá nuestros hijos puedan contar, dentro de cuarenta o cincuenta años, muchas historias de una infancia feliz.
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