PROBLEMÁTICA QUE SUSCITA EL ESTUDIO DE UNA LENGUA
PERDIDA: LA TOPONIMIA DE ORIGEN GUANCHE DE CANARIAS
Maximiano Trapero y Eladio Santana Martel.Universidad
de Las Palmas de Gran Canaria
Introducción
Cuando una lengua se pierde, generalmente no se
pierde del todo, ni menos se pierde de golpe, en un solo momento. Como piezas
aisladas, resultado de un naufragio, quedan flotando determinados elementos,
sobre todo léxicos, que son recogidos y aprovechados por otra u otras lenguas y
en ellas siguen viviendo por siglos. Los ejemplos podrían ser interminables, y
de cualquier lengua del mundo antiguo o incluso moderno. Pero no necesitamos
salir fuera: ¿quién podría dar cuenta de las lenguas todas que se hablaron en
la Península Ibérica antes de la llegada de los romanos? Se perdieron del todo,
se dice. Pero aun seguimos usando palabras que los diccionarios etimológicos
nos dicen que en su origen fueron preceltas o celtas o iberas o púnicas, etc. Y
aun después de la romanización otras lenguas se hablaron en la Península que
igualmente se perdieron, aunque dejando vivas en el español actual unas cuantas
palabras aisladas, como testimonio de su existencia.
Es fácil suponer que ese vocabulario
superviviente se refiere a los ámbitos más elementales de la vida humana y a
los sectores considerados más primarios de cualquier lengua, como es el mundo
vegetal, el reino animal y los objetos materiales de uso común y ordinario; un
léxico meramente designativo.
El interés y la importancia del estudio
etimológico de los topónimos viene determinado no solo por descubrir el origen
de cada palabra, sino, sobre todo, por lo que esa palabra en su sentido
originario referenciaba, con lo que se busca también la «motivación» lingüística
del topónimo. El interés es, pues, no solo lingüístico sino también histórico y
cultural.
1. Los topónimos
Pues de esas pocas palabras sueltas la mayor
parte son topónimos, nombres de lugar que resisten y resisten el paso del
tiempo y la sucesión de lenguas dentro de un territorio, como mojones que
marcan hitos históricos ocurridos verdaderamente. Y lo hacen generalmente en su
condición de meros nombres significantes, despojados ya del significado lingüístico
que tuvieron en la lengua en la que nacieron y devenidos a ser meras
referencias geográficas. Y como tales nombres pueden eternizarse hasta tanto la
realidad geográfica a la que nombran permanezca, o incluso desaparezca pero se
transforme en otra realidad. De la fijeza y de la durabilidad de los topónimos
desgajados de la lengua a la que en su origen pertenecieron, nos hablan los
textos de numerosos autores, pero ninguno encontramos mejor que resuma todas
las características de la toponimia antigua que el de Menéndez Pidal en el
prólogo de su Toponimia prerromana hispánica: Los nombres de lugar son viva voz
de aquellos pueblos desaparecidos, transmitida de generación en generación, de
labio en labio, y por tradición ininterrumpida llega a nuestros oídos en la pronunciación
de los que continúan habitando el mismo lugar, adheridos al mismo terruño de
remotos antepasados, la necesidad diaria de nombrar a ese terruño
une a través de los milenios la pronunciación de los primitivos.
Y estos topónimos arrastran consigo en nuestro
idioma actual elementos fonéticos, morfológicos, sintácticos y semánticos, propios
de la lengua antigua, elementos por lo común fósiles e inactivos, como
pertenecientes a una lengua muerta, pero alguna vez vivientes aún, conservando
su valor expresivo incorporado a nuestra habla (1968: 5).
Es decir:
a) Un topónimo antiguo es una “viva voz de
pueblos desaparecidos” que sigue sonando en la tradición.
b) Un topónimo, sea antiguo o moderno, es un
nombre que suena a nuestros oídos en la pronunciación de la lengua que nosotros
mismos hablamos en este momento.
c) Un topónimo antiguo arrastra determinados
elementos fonéticos, morfológicos, sintácticos y semánticos, propios de la
lengua antigua, bien que casi siempre modificados y adaptados a la propia
evolución de la lengua en que pervive.
d) Todo topónimo, cualquier topónimo histórico,
sigue adherido a través de milenios a la misma realidad del terruño primitivamente
nombrada. Y finalmente
e) Un topónimo antiguo es, por una parte, un
elemento fósil e inactivo, como perteneciente a una lengua muerta, pero, por
otra, sigue siendo elemento léxico viviente, aunque sólo sea como significante
de una designación.
En efecto, los topónimos son a la filología lo
que pueden ser a la arqueología unos restos fósiles humanos del cuaternario,
por ejemplo. ¡Cuántas veces se ha recurrido a esta imagen de “fósiles
lingüísticos” para hablar de los topónimos antiguos! ¡Y cuántos investigadores
de lenguas antiguas desaparecidas han tenido que recurrir a los topónimos como
únicos testimonios para ejemplificar los más remotos fenómenos de un substrato
lingüístico! Una especial importancia tienen los topónimos afirmó Cortés y
Vázquez, «ya que fijados por la tradición constituyen preciosos fósiles
lingüísticos, reveladores de los más remotos substratos y testimonios de
antiguas áreas para determinar fenómenos» (1954: 22).
Fósiles, sí y no, según se mire. Porque los
topónimos de una lengua perdida siguen teniendo vida, aunque ésta esté en
estado latente, pero dispuesta a aflorar en cuanto se escudriñen sus raíces. Y
dispuesta está también a proporcionar determinadas claves para la
interpretación de su pequeña y entrañable historia, como dijo Francisco Marsá
de los nombres propios (1990: 60). O dicho con palabras de un investigador
canario digno siempre de ser oído, José Pérez Vidal:
Los nombres de lugar constituyen uno de los
rastros más claros, elocuentes y firmes de los distintos grupos étnicos que se
hanasentado en un país.
Fijados por la tradición, llegan, como los
fósiles, hasta revelar los estados más antiguos de la formación cultural de un
pueblo (1991: 307).
Frente al complejo y abigarrado mosaico del
substrato toponímico de la España peninsular: hay topónimos iberos (Lérida,
Elche, Játiva), púnicos (Cádiz, Málaga, Adra), celtas (Segovia, Ledesma, Osma, Buitrago),
griegos (Rosas, Ampurias, Alicante), vascos fuera del País Vasco (Arán, Valderaduey,
Ezcaray), romanos (Tarragona, Zaragoza, Mérida, León), germánicos (Toro, Guisando,
Godos, Gusendos), árabes (Almadén, Alfaraz, Mogarraz, Alcudia, Medina),
bereberes (Azuaga, Mequinenza, Genete, Gomera), mozárabes (Castel, Perchel, Lanteira,
Ubrique, Alconchel, Fornela), etc., en las Islas Canarias el panorama
toponímico se reduce a dos momentos nomencladores claramente estratificados: el
primitivo guanche (de origen bereber o protobereber) y el posterior europeo, fundamentalmente
ibérico (español y portugués, y remarcamos el portugués por su singular
importancia).
Publicado en el libro "La investigación dialectológica en la actualidad"
(ed. Dolores Corbella y Josefa Dorta). Santa Cruz
de Tenerife:
Agencia Canaria de Investigación, Innovación y
Sociedad de la Información, 2009, 171-211.