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miércoles, 17 de julio de 2013

Ubrique, un topónimo mozárabe

Etimología de la palabra Ubrique


Por Esperanza Cabello

Llevamos unos cuantos días inmersos en la búsqueda de varias palabras, todas relacionadas con nuestro pueblo, entre ellas el propio nombre del pueblo, Ubrique, y hemos encontrado, como cabía esperar, respuestas para todos los gustos, desde quienes dicen que es un nombre celta hasta quienes explican que significa "sobre los molinos del arroyo", pasando por adjetivos griegos "abundante en manantiales"  y compuestos latinos "abundante en agua".
Pero un estudio de los canarios Maximiano Trapero y Eladio Santana Martel, de la universidad de las Plamas de Gran Canarias nos ha llamado especialmente la atención, no solo porque explica que Ubrique es un topónimo mozárabe, sino por la introducción del estudio, que nos explica cómo los topónimos se mantienen como restos de una lengua perdida y que la pronunciación de los mismos por el pueblo nos da una idea de cómo eran en realidad.
Esta teoría, tan sencilla, nos hace fortalecer aún más la nuestra de que Ocurris, con dos erres, como siempre, es la mejor opción para nuestro topónimo más antiguo.
Transcribimos una parte de este estudio, que pueden leer en su totalidad en este enlace.


Ubrique en 1964
Gentileza de Juan Rodríguez




PROBLEMÁTICA QUE SUSCITA EL ESTUDIO DE UNA LENGUA PERDIDA: LA TOPONIMIA DE ORIGEN GUANCHE DE CANARIAS

Maximiano Trapero y Eladio Santana Martel.Universidad de Las Palmas de Gran Canaria 



 Introducción

Cuando una lengua se pierde, generalmente no se pierde del todo, ni menos se pierde de golpe, en un solo momento. Como piezas aisladas, resultado de un naufragio, quedan flotando determinados elementos, sobre todo léxicos, que son recogidos y aprovechados por otra u otras lenguas y en ellas siguen viviendo por siglos. Los ejemplos podrían ser interminables, y de cualquier lengua del mundo antiguo o incluso moderno. Pero no necesitamos salir fuera: ¿quién podría dar cuenta de las lenguas todas que se hablaron en la Península Ibérica antes de la llegada de los romanos? Se perdieron del todo, se dice. Pero aun seguimos usando palabras que los diccionarios etimológicos nos dicen que en su origen fueron preceltas o celtas o iberas o púnicas, etc. Y aun después de la romanización otras lenguas se hablaron en la Península que igualmente se perdieron, aunque dejando vivas en el español actual unas cuantas palabras aisladas, como testimonio de su existencia.  

Es fácil suponer que ese vocabulario superviviente se refiere a los ámbitos más elementales de la vida humana y a los sectores considerados más primarios de cualquier lengua, como es el mundo vegetal, el reino animal y los objetos materiales de uso común y ordinario; un léxico meramente designativo.

El interés y la importancia del estudio etimológico de los topónimos viene determinado no solo por descubrir el origen de cada palabra, sino, sobre todo, por lo que esa palabra en su sentido originario referenciaba, con lo que se busca también la «motivación» lingüística del topónimo. El interés es, pues, no solo lingüístico sino también histórico y cultural.

1. Los topónimos

Pues de esas pocas palabras sueltas la mayor parte son topónimos, nombres de lugar que resisten y resisten el paso del tiempo y la sucesión de lenguas dentro de un territorio, como mojones que marcan hitos históricos ocurridos verdaderamente. Y lo hacen generalmente en su condición de meros nombres significantes, despojados ya del significado lingüístico que tuvieron en la lengua en la que nacieron y devenidos a ser meras referencias geográficas. Y como tales nombres pueden eternizarse hasta tanto la realidad geográfica a la que nombran permanezca, o incluso desaparezca pero se transforme en otra realidad. De la fijeza y de la durabilidad de los topónimos desgajados de la lengua a la que en su origen pertenecieron, nos hablan los textos de numerosos autores, pero ninguno encontramos mejor que resuma todas las características de la toponimia antigua que el de Menéndez Pidal en el prólogo de su Toponimia prerromana hispánica: Los nombres de lugar son viva voz de aquellos pueblos desaparecidos, transmitida de generación en generación, de labio en labio, y por tradición ininterrumpida llega a nuestros oídos en la pronunciación de los que continúan habitando el mismo lugar, adheridos al mismo terruño de remotos antepasados, la necesidad diaria de nombrar a ese terruño une a través de los milenios la pronunciación de los primitivos.

Y estos topónimos arrastran consigo en nuestro idioma actual elementos fonéticos, morfológicos, sintácticos y semánticos, propios de la lengua antigua, elementos por lo común fósiles e inactivos, como pertenecientes a una lengua muerta, pero alguna vez vivientes aún, conservando su valor expresivo incorporado a nuestra habla (1968: 5).

Es decir:

a) Un topónimo antiguo es una “viva voz de pueblos desaparecidos” que sigue sonando en la tradición.

b) Un topónimo, sea antiguo o moderno, es un nombre que suena a nuestros oídos en la pronunciación de la lengua que nosotros mismos hablamos en este momento.

c) Un topónimo antiguo arrastra determinados elementos fonéticos, morfológicos, sintácticos y semánticos, propios de la lengua antigua, bien que casi siempre modificados y adaptados a la propia evolución de la lengua en que pervive.

d) Todo topónimo, cualquier topónimo histórico, sigue adherido a través de milenios a la misma realidad del terruño primitivamente nombrada. Y finalmente

e) Un topónimo antiguo es, por una parte, un elemento fósil e inactivo, como perteneciente a una lengua muerta, pero, por otra, sigue siendo elemento léxico viviente, aunque sólo sea como significante de una designación.

En efecto, los topónimos son a la filología lo que pueden ser a la arqueología unos restos fósiles humanos del cuaternario, por ejemplo. ¡Cuántas veces se ha recurrido a esta imagen de “fósiles lingüísticos” para hablar de los topónimos antiguos! ¡Y cuántos investigadores de lenguas antiguas desaparecidas han tenido que recurrir a los topónimos como únicos testimonios para ejemplificar los más remotos fenómenos de un substrato lingüístico! Una especial importancia tienen los topónimos afirmó Cortés y Vázquez, «ya que fijados por la tradición constituyen preciosos fósiles lingüísticos, reveladores de los más remotos substratos y testimonios de antiguas áreas para determinar fenómenos» (1954: 22).

Fósiles, sí y no, según se mire. Porque los topónimos de una lengua perdida siguen teniendo vida, aunque ésta esté en estado latente, pero dispuesta a aflorar en cuanto se escudriñen sus raíces. Y dispuesta está también a proporcionar determinadas claves para la interpretación de su pequeña y entrañable historia, como dijo Francisco Marsá de los nombres propios (1990: 60). O dicho con palabras de un investigador canario digno siempre de ser oído, José Pérez Vidal:

Los nombres de lugar constituyen uno de los rastros más claros, elocuentes y firmes de los distintos grupos étnicos que se hanasentado en un país.

Fijados por la tradición, llegan, como los fósiles, hasta revelar los estados más antiguos de la formación cultural de un pueblo (1991: 307).

Frente al complejo y abigarrado mosaico del substrato toponímico de la España peninsular: hay topónimos iberos (Lérida, Elche, Játiva), púnicos (Cádiz, Málaga, Adra), celtas (Segovia, Ledesma, Osma, Buitrago), griegos (Rosas, Ampurias, Alicante), vascos fuera del País Vasco (Arán, Valderaduey, Ezcaray), romanos (Tarragona, Zaragoza, Mérida, León), germánicos (Toro, Guisando, Godos, Gusendos), árabes (Almadén, Alfaraz, Mogarraz, Alcudia, Medina), bereberes (Azuaga, Mequinenza, Genete, Gomera), mozárabes (Castel, Perchel, Lanteira, Ubrique, Alconchel, Fornela), etc., en las Islas Canarias el panorama toponímico se reduce a dos momentos nomencladores claramente estratificados: el primitivo guanche (de origen bereber o protobereber) y el posterior europeo, fundamentalmente ibérico (español y portugués, y remarcamos el portugués por su singular importancia).



Publicado en el libro "La investigación dialectológica en la actualidad"

(ed. Dolores Corbella y Josefa Dorta). Santa Cruz de Tenerife:

Agencia Canaria de Investigación, Innovación y Sociedad de la Información, 2009, 171-211.

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