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martes, 11 de febrero de 2014

El escritor Baroja, el conspirador Aviraneta y el Ubrique mísero


POR JOSE MARÍA GAVIRA VALLEJO


Eugenio de Aviraneta fue uno de los españoles más traviesos del siglo XIX. Pero casi nadie conocería sus andanzas actualmente si no fuera porque Pío Baroja, emparentado con él, escribió su biografía: Aviraneta o la vida de un conspirador (1931). Y también dio a luz una novela histórica en 22 partes que tituló Memorias de un hombre de acción (1913-1935) protagonizada por el mentado Don Eugenio.
El cineasta Pío Caro Baroja, sobrino del Pío literato, resume así la vida del aventurero, guerrillero, político liberal y masón al que nos referimos:
[…] tan singular personaje que lucha junto al cura Merino en la Guerra de la Independencia, que hace la campaña de 1823 con El Empecinado, que participa y prepara el Convenio de Vergara o va a México y combate junto al brigadier Barradas en la aventura veracruzana o asiste, románticamente, a la enfermedad y muerte de Lord Byron en Missolonghi, en su ayuda a lograr la independencia de Grecia contra los turcos desde el barco el «Cefaloniota».
Pues bien, Eugenio de Aviraneta pasó por Ubrique. Recoge el hecho Fray Sebastián en su Historia de la Villa de Ubrique, si bien  confunde el nombre y el apellido (algo a lo que nos tiene acostumbrados nuestro entrañable fraile) y lo llama Rodrigo de Avinareta. Además, nos hace la siguiente la pía advertencia de que “Pio Baraja es un autor nada recomendable”. Dios lo perdone (a Fray Sebastián, pues Pío Baroja debe llevar mucho tiempo asándose en el infierno por librepensador).
Huida de Aviraneta (una de ellas)
En el capítulo XV del primer libro mencionado Baroja nos cuenta que en 1823, durante el Trienio Liberal y cuando ya los Cien Mil Hijos de San Luis habían invadido España para restaurar el régimen absolutista encarnado por Fernando VII, Aviraneta se echó una vez más al monte, asociándose con Juan Martín El Empecinado, ferviente liberal que se había destacado como guerrillero en la Guerra de la Independencia. El conspirador recibe este encargo:
Al cabo de pocos días recibió Aviraneta un oficio en donde se le decía que había sido designado por la Junta de Oficiales y Jefes para que fuera a Cádiz a avistarse con el Gobierno y le expusiera la situación de Extremadura y de Castilla y pidiera instrucciones acerca de la conducta que debía seguirse en lo sucesivo.
Pero cuando estaba tratando de cumplirlo fue preso y conducido a Sevilla. Consiguió escapar y emprendió el camino hacia Gibraltar con la intención de embarcarse hacia Tánger. En su ruta pasó por Ubrique. Pío Baroja lo historia así:
Capítulo XVI
Escapatoria

[…]
Al día siguiente [de su fuga], después de pasar el resto de la noche en un rincón de una tapia abandonada, tomó el camino de Gibraltar por Utrera.
Era principios de noviembre, y hacía hermoso tiempo para viajar.
Solía dormir en el campo, compraba pan, y con pan y fruta se alimentaba.
Pasó Ubrique, pueblo bastante mísero, e internándose en la sierra de los Gazules, llegó a Jimena. Por la tarde salió de este pueblo, y poco después comenzó a ver el mar. El paisaje cambiaba; iban apareciendo grandes piteras y chozas con tejado de ramaje y de hierba.
Al frente de la bahía encontró un guardia del Resguardo, que le indicó el camino de Algeciras.
Esto es la historia real (se supone). Pero en la parte número 6 de las Memorias de un hombre de acción (titulada La ruta del aventurero) los anteriores sucintos hechos se narran de forma novelada y probablemente fantaseada en parte, en primera persona. Aviraneta cuenta cómo escapa de la prisión de Sevilla junto a una moza llamada Tránsito, contando con la ayuad y protección de una “señora Landon”. Él se hace pasar por inglés.
Copiamos a continuación los capítulos IX y X del referido libro, donde el personaje de Aviraneta relata los acontecimientos que vivió en su viaje Sevilla a Algeciras. Los más destacados son un lúgubre suceso en una venta entre El Bosque y Ubrique y un divertido encuentro con un loco en Jimena. Resaltamos en negrita los párrafos que mencionan a Ubrique, pueblo al que Baroja califica de mísero, habiendo de entenderse la expresión en el sentido de pobreza material.
IX
DE VIAJE

Tomé mi camino hacia Gibraltar por Utrera. Era a principios de noviembre y hacía un hermoso tiempo para viajar. Las horas de sol apretaba el calor, pero no de una manera molesta.
Solía dormir en el campo; compraba pan en los pueblos, y con pan y fruta me alimentaba.
Me sirvió mucho el libro de William Bowles que había sacado de casa de la señora Landon, y gracias a sus indicaciones pude desayunarme con los frutos del madroño (arbustus unedo), del alfóncigo (pistacia vera) y del algarrobo (seratonia silicua), que produce vainas azucaradas. También tuve que explotar, en malas ocasiones, la glycyrrhiza gladio o regaliz y el opuntia vulgaris o higo chumbo.
Lo pasaba mal que bien siguiendo mi camino cuando, al comenzar a subir una sierra, entre El Bosque y Ubrique, me encontré con un aldeano que marchaba con su hija a Gibraltar, los dos a caballo.
El era un hombre de cincuenta años, muy moreno y muy seco, con patillas ya grises. Ella tendría lo más unos quince o dieciséis, y era preciosa, delgada, fina, con los ojos negros, llameantes, la cara redonda y los labios rojos.
Hablamos largamente el hombre y yo; me dijo que viajaba con frecuencia y que hacía contrabando. El se llamaba el señor Juan; la niña, Milagros. Yo les conté quién era y algunas de mis aventuras, y los dos se rieron mucho.
—Vaya, móntese usted a la grupa de mi caballo —me dijo él—, que me va dando pena verle caminar a pie.
Subí al caballo y seguimos conversando y marchando por entre breñales secos, abruptos, interrumpidos muy de tarde en tarde por matas polvorientas y lentiscos.
En los picachos áridos, quemados por el sol, se veían algunas cabras, y las águilas volaban trazando grandes curvas por el aire.
—¿Y qué? ¿No tiene usted miedo a los bandidos? —me dijo de pronto ella.
—Yo, ninguno. ¿A mí qué me van a hacer, si no tengo un cuarto?
—Quitarle la vida.
—¿Para qué?
—¿No le han ofrecido allí en Sevilla un seguro para los ladrones? —me preguntó él.
—A mí, no. ¿Es que hay un seguro así?
—Sí, señor. En toda Andalucía tiene usted seguros contra los ladrones. El propietario que viaja y no quiere ser robado paga una cantidad a la sociedad, y ésta le da un salvoconducto y a veces una pequeña escolta.
—¿Pero el Gobierno no hace nada para acabar con esta inmoralidad?
—Nada. El Gobierno de la Constitución parece que ha querido hacer algo; pero con la entrada de los franceses se ha acabado todo el orden, y la gente perdida anda por los caminos como Pedro por su casa.
Mientras el señor Juan hablaba, su hija me examinaba con una mirada curiosa e irónica.
Íbamos marchando por un mal camino ardoroso y polvoriento, por la sierra, entre grandes encinas y algarrobos.
Antes de llegar a Ubrique paramos en una venta del camino.
—¿Usted hará noche aquí? —me dijo el señor Juan.
—¿Es buena venta ésta? —le pregunté.
—Muy buena.
—Es que no me quedan más que unas pocas pesetas para llegar a Algeciras y no me atrevo a gastarlas.
—No tenga usted cuidado. No le llevarán aquí casi nada.
Bajamos en la venta, y el ventero, un tipo no muy bien encarado, nos llevó a los tres a la cocina.
Estuvimos charlando, cenamos, y después de cenar se armó un bailoteo de padre y muy señor mío con la Milagros y otras chicas de la venta y unos mozos arrieros.
Los tales arrieros me parecieron un tanto desvergonzados. El señor Juan me presentó a ellos.
Se llamaban el Gavilán, el Moreno, el tío Malas-pulgas y el Manguillo; todos iban muy elegantes.
Me chocó que obedecieran al señor Juan ciegamente, y éste me dijo que eran sus mozos.
Yo tuve que bailar y lucir las habilidades que había aprendido en Sevilla en la academia de Álvarez de Acuña.
—¡Olé por el inglés! ¡Ahí la sangrecita gitana! ¡Vaya calor! —me gritaban.
Estuvimos de broma hasta media noche. Cansado y con el recuerdo de la Milagros en el cerebro me eché en el colchón y me quedé dormido.
Desperté ya entrada la mañana. Bajé a la cocina y no había nadie. Llamé, no me contestaron. La puerta estaba cerrada.
Entré en un cuarto próximo a la cocina y me chocó ver en un rincón dos trabucos y varios paquetes.
¿Quizá aquél era un nido de contrabandistas? Salí al zaguán y quedé atónito y espantado al ver en el suelo un reguero de sangre. Este reguero manchaba el portal y la cocina, seguía por un corralillo y terminaba en un rincón, donde la tierra estaba removida. La idea de que allí acababan de enterrar a un hombre me sobrecogió.
Entonces recordé vagamente que de noche había oído ruido y rumores de lucha. ¿Este señor Juan y su hija y sus mozos serían bandidos?
Me pareció que no cabía duda, y sin pensar en más escalé la tapia del corral, salté al campo y salí a marchas forzadas camino de Ubrique.
Al registrarme los bolsillos vi que me habían robado el poco dinero que llevaba, dejándome solamente unas monedas de cobre.
X
UN LOCO

Pasé Ubrique, pueblo bastante mísero, en donde todo el mundo se dedicaba a hacer contrabando con la mayor impunidad y a coser petacas de cuero. Me chocó que se vendiera el tabaco de contrabando a la vista de todo el mundo, y me dijeron que el Gobierno español no se atrevía a mandar aduaneros.
Los ubriqueños estaban dispuestos a defender su prerrogativa de hacer contrabando con la sangre de sus venas.
Desde Ubrique me interné en la sierra de los Gazules y llegué a Jimena.
Entraba en este pueblo por una callejuela cuando me vi seguido por un hombre alto, delgado, moreno, con los ojos muy hundidos y la barba negra, manchada de plata. Me esperaba algún nuevo percance. Me detuve dispuesto a afrontar el conflicto. El hombre se me acercó y me dijo con una voz bronca:
—¿Es usted godo?
Hice un gesto de extrañeza, que lo mismo podía ser afirmativo que negativo.
El hombre debió de creer que decía que sí, y sacando una hoja del bolsillo exclamó:
—Tome usted y lea usted.
Cogí el papel, que era un impreso, y comencé a leerlo. Se trataba de un manifiesto anticonstitucional completamente absurdo en donde se protestaba de las impiedades de la época. El manifiesto terminaba diciendo: «¡Viva la religión! ¡Viva el Cid! ¡Viva el honor castellano! ¡Abajo el vil judío que mora en Gibraltar!
»Dado en Jimena de la Frontera el 15 de agosto de 1823. —Yo el Rey.»
Después de leer el papel sonreí, comprendiendo que aquel pobre hombre no andaba bien del caletre, e hice una señal de asentimiento, y el loco, agarrándome del brazo, me dijo:
—¿Me reconoce usted como soberano?
—Sí, señor.
—¿Me traerá usted la cabeza del traidor Riego?
—Ahora mismo.
—¿Sabe usted dónde está ese pillo?
—Sí; necesitaría una cuerda para atarlo.
—Ahora vengo con ella.
El loco echó a correr y yo me metí en una posada. Pedí noticias de aquel desdichado, y me dijeron que las cuestiones políticas le habían sorbido el seso; se habló también de los bandidos que merodeaban en la sierra; pero yo no dije nada ni indiqué que los conocía.
Por la tarde salí de Jimena, y poco después comencé a ver el mar.
El pasaje cambiaba; se veían grandes piteras y chozas con el tejado de ramaje y de hierba.
Ya enfrente de la bahía encontré a un guardia del resguardo, que me indicó el camino de Algeciras.
Las 22 partes de las Memorias de un hombre de acción son tan entretenidas como estos párrafos y constituyen una excelente manera de aprender la historia de España de la primera mitad del siglo XIX. Una lectura muy recomendable, ciertamente, a pesar de la pía advertencia del buen padre Sebastián.
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Publicado en Revista Mediodía el 15 de enero de 2014.

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