Canastos de Reyes ubriqueños, compartidos en Ubrique en el Recuerdo
Por José María Cabello Janeiro
Me refugio en este rincón, donde mis dedos vuelan sobre el
teclado para expresar libremente mis sentimientos. Otra vez entremezcladas las
alegrías y las penas. Gozoso por haber añadido un año nuevo más a mi calendario
para seguir disfrutando de esta propina de vida que Dios me regala. Y
ligeramente triste porque es la primera vez no voy a compartir la alegre
llegada de los Reyes Magos con mis nietos, como disfruté a tope cuando la
celebraba con mis hijos. Sirva de compensación el
haber disfrutado de su presencia colectiva la Nochebuena y - entonces- se
adelantó Papá Noel sembrando de risas, de música y buenos regalos la pequeña
sala donde nos apiñábamos abuelos, hijos, nietos, cuidadora, dos perros -Jeta y
Lola- y un gato, Ronda, que sacó de su jaula una de mis nietas.
Nos emocionó el
punto cuarto de la carta escrita por Jimena a sus doce años, con una pulcra
caligrafía, referida a sus abuelos. También sonó la magia de la trompeta -más
grande que su persona- que tocó Rocío, a sus nueve años. Sería su edad, la
misma en que dejé mi nido familiar, su simpatía, la agilidad de Noe, que en
horas preparó la mesa, la belleza de mi nieta Julia, deslumbrante a sus
dieciséis y hasta un deportivo box entre Jack y su padre nos alegraron la
fiesta. Mamá estaba feliz. Sonreía y participaba en las canciones. Estaba
distinta. Era la de siempre. La emoción incontenida y un ligero impulso del Moët Chandon que rubricó la cena me trajeron
nubes oscuras en el recuerdo. Un capítulo de mi niñez, que titulo "Balada
de los tristes Reyes" que narraré en mi próxima entrega.
"La fiesta de los Reyes, en aquellos años, en Ubrique, tenía
sus ritos. Lo primero, como ahora, escribir la carta. Los más ingenuos la
echaban en Correos. Los más avezados la depositaban en la boca de un monstruoso
muñeco metálico, de un rojo hiriente, que hacía de Correo Real, instalada en la entrada de una tienda en la calle Real, esquina a la calle Costezuela y
frente a la casa de los Rubiales Zarco. Se nos iban los ojos de niño sobre los
escasos y pobres regalos que se veían en el interior.
Pero lo que más nos ilusionaba era la confección de aquellas cajas de zapatos
convertidas en bellos canastos multicolores, cuyo contenido era nuestra
ilusión por verlos llenos. Era una tradición común en todas las casas por
aquellas calendas. Pura artesanía casera.
Hoy
un grupo de paisanas, a la cabeza -como en tantas cosas- mi sobrina Esperanza,
se han propuesto que no se pierda esta hermosa tradición. Que con la cantidad y
calidad de tantos artistas locales, alcanzarían un techo admirable.
Nosotros
tuvimos la suerte de contar con una excepcional colaboradora. La prima Isabelita
Álvarez Janeiro, que con sus delicadas manos hacía un montón de canastos de
Reyes sin repetir en ninguno forma ni colorido. Seguro que ahora en el Cielo
formará parte -con su eterna sonrisa-de algún grupo de ángeles juguetones,
enviando un mensaje de paz navideña a tantos sobrinos y sobrinas a los que
quiso como madre sin haber tenido hijos.
Pero entonces el trabajo era colectivo. Hasta
los peques colaborábamos. Almidón, pegamento, tiras, tijeras… y mientras la caja
de zapatos tomaba forma de canasto iba
creciendo nuestra ilusión y aumentando nuestra esperanza. Por eso retengo, como
imagen fija en mi retina -parece que fue ayer- y en sitio destacado de mi
memoria el flash del último Reyes feliz que viví de niño. A los mismos nueve
años que Rocío, mi nieta más pequeña.
Y no es que los Reyes fuesen
tristes, portadores como son de sueños cumplidos. Es que su celebración y su
fiesta podían ser afectadas por circunstancias externas que aminoraban
la alegría infantil e incluso, en algunos casos, se convierten ahora en un amargo
recuerdo. Viví mi infancia en años difíciles. Aquellos años pesaban como plomo.
La incivil dejó como rastro -también en Ubrique- heridas abiertas, mucha
necesidad, enfermedades encubiertas y mucha miseria. Por eso la fiesta de Reyes era el paliativo para los niños de ese
agobiante ambiente. Nuestras cartas a los Magos eran, en muchas casas, sueños
imposibles de cumplir. Pero nosotros y el grupo de nuestros amigos fuimos
afortunados. Todos los años, al lado de las ingenuas tazas de agua que
dejábamos para los portadores, amanecían las canastas de cartón brillantes de
colorido llenas, para nuestra sorpresa, de más chuches que de regalos, de más
cartón piedra que de madera, algunas muñecas de trapo y -el tope- algún cacharrito
metálico. Lo demás, nuestra ilusión de niños que convertía lo recibido en la
mejor compañía de nuestros juegos infantiles.
¡Éramos
felices!
.
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