Por Esperanza Cabello
En estos días calurosos de verano no hay nada mejor que levantarse tempranito y planchar con tranquilidad y sin prisas.
El planchado es una tarea doméstica curiosa, la mayoría de las personas la evitan todo lo que pueden y, cuando no pueden, planchan con tanta desgana que más valdría dejarlo.
A mí me gusta planchar (si mi abuela o mi madre oyeran esto se volverían llenas de asombro). Planchar tranquila, a primera hora de la mañana, es una especie de meditación, te concentras, preparas tu ropa (mi amiga Lorenza, en Rota, me decía siempre que si al recoger la ropa la doblabas, ya tenías media plancha liquidada), coges tu plancha, lo más simple posible, y te dedicas a planchar y doblar. Poco a poco el montón infernal de sábanas y ropa de casa se va convirtiendo en una pila perfectamente ordenada, lo que te llena de satisfacción.
Hoy, mientras planchaba y con el calor que hace que deja la ropa "tiesa", me he estado acordando de un gesto simple que he visto hacer miles de veces y que creo que se ha perdido, al menos no veo a nadie haciéndolo ni nadie lo ha referido: Rociar la ropa.
Cuando era chica en mi casa vivíamos siempre catorce o quince personas: abuelos, tíos, padres, hijos, hermanos, muchachas... Toda una tribu que usaba ropa de algodón, pañuelos de algodón, sábanas de algodón y todo de algodón, porque en los sesenta la fibra brillaba por su ausencia.
En la casa de mis abuelos siempre había ropa para planchar; se planchaba sobre una mesa de madera que había en la cocina de dentro. Encima de la mesa se ponía un follapepe (en este enlace) y sobre el follapepe un trozo de sábana antigua. Justo al lado de la mesa había un quinqué y una plancha antigua de carbón, que ya en los sesenta no se usaba.
Antigua plancha de carbón, el carbón ardiendo se metía dentro
Esta plancha antigua de carbón no se utilizaba ya entonces, pero alguna vez mi abuela la preparó para que viéramos cómo funcionaba, porque era un instrumento que llamaba la atención. Y era buenísima para los pañitos almidonados. Eso también era un arte, almidonar, que lamentablemente se está perdiendo.
Como decía, en casa de mi abuela siempre había plancha pendiente, supongo que habría un par de mujeres dedicadas en exclusiva a lavar y planchar la ropa, porque éramos muchos. En aquella época, sigo hablando de principios de los sesenta, aún había una cocina de carbón, que convivió unos años con la de butano, y había unas carboneras en los almacenes de arriba. Para encender la cocina se iba llenando la parte de abajo con carbón que se prendía. Para planchar, en la parte de arriba, en el "infiernillo" se colocaba una plancha de hierro con mucho cuidado, eligiendo el tamaño según la prenda que se iba a planchar. Había un planchero en el que se encontraban varias planchas ordenadas de mayor a menor.
Planchero con cuatro planchas de hierro
La plancha se sujetaba con un agarrador, que normalmente se hacía con trocitos de tela y una guata o un trozo de manta dentro, como este que hemos visto en este enlace.
Una vez caliente, se planchaba con mucho cuidado, probando primero en una esquinita de la prenda, y, normalmente, poniendo un trapito encima para no quemarla. Alguna vez, siendo muy chica, me dejaban planchar alguna cosa. Me subía a una silla, para llegar a la mesa, cogía la plancha e intentaba planchar con esmero los pañuelos que me daban, teniendo cuidado en las esquinas y aprendiendo a doblarlos de una forma curiosa, triangulares, con un doblez abajo y dos picos, para ponerlos en el bolsillo superior de la chaqueta.
Pero en verano, y aquí viene eso de "rociar la ropa", como la ropa blanca se secaba muchísimo, después de destenderla se colocaba cada prenda sobre la mesa de plancha, y en un cacharrito con agua (un cuenco o un plato) se iban metiendo los dedos y se iba rociando con mucho cuidado con gotitas de agua. Después se enrollaba y se iba haciendo una pila de ropa seca y rociada para plancharla al atardecer con la fresquita o, mejor aún, de buena mañana.
Entonces no existían pulverizadores de agua, ni planchas de vapor ni centros de planchado, solo planchas de hierro que además tenían formas diferentes según su función.
De las planchas que tenemos en nuestra pequeña colección solo conozco exactamente la función de una, la que servía para planchar sombreros.
Plancha para sombreros, número 2
Sé que estas planchas eran para sombreros porque me lo explicó mi tía Isabelita (en este enlace) y se ven las planchas especiales en la foto de la sombrerería, y en la casa de mis padres estaba guardada junto al molde de sombreros que depositamos en el Museo de la Piel de Ubrique, y que podemos ver en este enlace.
También eran especiales unas planchas más pequeñas, que podríamos erróneamente considerar infantiles, pero que se utilizaban para cuellos, corbatas y cintas. Nuestra tía Juana Saborido Izquierdo, que vivía en la callejuela de la Cárcel, (en la casa en la que se refugió Marcos León López cuando lo perseguían los falangistas), era camisera, especializada en camisas de hombre, y tenía muchas de estas planchitas pequeñas.
Planchas camiseras, con números 1 y 2 |
En esta colección de planchas antiguas hay ejemplares de muchos mercadillos y traperos, incluso tengo alguna de Francia, y otra que me regaló una amiga inglesa. Algunas las hemos encontrado tiradas en el campo (la última no hace ni un año), a lo mejor sin asa o muy oxidada, pero son fáciles de reparar (si alguien saber soldar, claro). Imagino que al ser tan corrientes y al haber más de una en cada casa son miles las planchas que poco a poco han sido arrumbiadas.
Ya en los setenta empezaron a llegar las planchas eléctricas, y aquí también tengo una historia, peligrosa, pero con final feliz.
Abuelo Leandro había traído de Madrid, como siempre, la última novedad tecnológica: una plancha portátil de viaje Jata.
Parecía de juguete, era roja, con una funda con cremallera y un enchufe adaptado a las tomas de varios países, con dos, tres o cuatro "patitas".
Un día, cuando vivíamos en Santa Rosalía, decidí que iba a ayudar a mi madre con la plancha y le iba a dar una sorpresa. Tendría siete años entonces. Como no se podía coger la plancha de hierro para no quemarse, cogí la maravillosa plancha de viaje eléctrica, que no se usaba (pues estaba reservada para los viajes) me llevé la tabla de planchar a la habitación y no tuve otra ocurrencia que enchufarla sin comprobar la corriente, en realidad ni siquiera sabía nada de electricidad.
Lo único que conseguí fue un buen explotijo (que no se me olvide esta palabra para ponerla entre las especiales de nuestra zona, que no consta en la RAE), al enchufar la planchita: la mano quemada y la plancha estropeada para siempre.
Así que a partir de ese momento mi tarea de planchadora fue esa: rociar la ropa antes de que mi madre o Manola la plancharan. Durante mucho tiempo me entretuve rociando la ropa de plancha y preparándola bien enrolladita para que después fuera más fácil la tarea.
Y esa ha sido la reflexión y el recuerdo de esta mañana mientras transformaba el montón de ropa blanca, que nadie había rociado, en una pila planchada y ordenada, es estupendo recuperar recuerdos de la niñez y aún más tener los objetos que refuerzan esos recuerdos.
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