José Janeiro Horrillo
Por Esperanza
Cabello
Nuestro tío José Janeiro Horrillo ha ganado, por méritos propios, un lugar entre los Janeiros más representativos de la familia. Hombre polifacético, ingenioso, trabajador, artista, compositor... ha estado toda su vida ingeniando, componiendo, imaginando y escribiendo.
Este mes de enero ha cumplido ochenta años y hoy traemos un pequeño escrito que comenzó hace unos meses. Son recuerdos de la infancia, que los conserva tan nítidos como si los estuviera viviendo ahora mismo. Todo un lujo para la memoria.
Cosas de mi niñez, por Pepe Janeiro Horrillo
Ahora que tengo tiempo voy a
intentar poner en orden las cosas que han ido pasando en el transcurso de los
años de mi vida.
No los narraré en forma
cronológica, porque sería imposible; una vez escritas irían apareciendo otras
en la memoria que tenía olvidadas y volver de nuevo a empezar resulta penoso y
cansado.
Iré contando recuerdos pasados
tal como fueron y me vaya acordando…
Sin más dilación empiezo:
El día en que me metí un garbanzo
por la nariz
Érase una calurosa tarde del mes
de julio del 39, en ese tiempo mi familia ay yo vivíamos en la calle San
Antonio de Estepona. Mis hermanas Emilia, Teresa y yo jugábamos ese día en el
patio. La casa estaba adaptada a las labores del campo, mi abuelo materno era
agricultor y vivía también con nosotros. La casa era espaciosa. En la planta baja
nada más entrar había un pasillo con una sala a la izquierda que servía de
recibidor; una mesita de centro de alas que al abrirlas era redonda, con una figura
de bronce con reloj incorporado… cuadros, sofás, sillones, cortinas, etc. Del
pasillo se pasaba al patio, grande, con pozo artesiano y una cuadra para el
burro y el caballo, una cochinera para cebar un cerdo cada año, y al fondo una
enorme y espaciosa cocina comedor con fogón y peroles de cobre, una hornilla de
carbón, mesa y sillas y un armario pintado de verde para guardar los alimentos
y en la parte baja muchos tomos de libros de novelas e historias.
La escalera, situada junto al
fogón, daba acceso a los dormitorios y graneros y se correspondía con otra
escalera que había junto a la entrada de la casa.
Aquella tarde en el patio mamá
nos tenía preparado el baño de todos los días: un bidón de zinc con agua fresca
del pozo sulfurada y jabón fornicado para prevenir sarpullidos y picaduras de
mosquitos.
Pues como iba diciendo, tras el
baño seguíamos en el patio y jugábamos, cerca de nosotros había un saco de
garbanzos negros para los cerdos, en él metíamso la mano para ver quién cogía
el puñado más grande.
De repente se me ocurrió meterme
un garbanzo por la nariz, lo empujé con el dedo y seguimos con el juego. Luego
quise sacarlo y no podía, mis hermanas tampoco, acudió mi madre y viendo que
tampoco podía llamó a una de las vecinas (Mercedes Portal, más adelante hablaré
de ella y de su familia). La vecina, con un ganchillo de crochet intentó
sacarlo, pero más adentro se metía y me causó una gran hemorragia… Y el
garbanzo se iba hinchando y menso salía.
Mi madre estaba muy nerviosa con
la sangre que me llenó la cara y la ropa y también por la pérdida de nuestra
hermanita menor (con solo 18 meses de vida)
y embarazada de mi hermanillo Cayetano. El médico le había mandado
reposo por tener albúmina en la orina y los pies hinchados con edemas.
Sin saber qué hacer, angustiada,
me cogió de la mano y se fue en busca de papá, que trabajaba de camarero en el
bar de La Mezquita.
Mi padre, sin perder la calma,
nos llevó al practicante Alonso Lazo (Morita) y con paciencia, porque yo, de lo
tonto que era no me estaba quieto, hasta que pudo sacarme el garbanzo que
parecía una canica roja.
En el bar mi padre nos obsequió
con una gaseosa que al abrirla tenía una canica verde y a mi madre una tila.
Mi madre, al irnos para casa no
podía andar con lo sofocada que estaba, con el calor y vestida de negro por la
muerte de mi abuela paterna Ana, y de tanto andar de la casa al bar y del bar
al practicante de nuevo al bar y de allí a la casa, las sandalias que llevaba
puestas se le introdujeron dentro de la piel y de las medias, causándole unas
enormes llagas que no se le curaron hasta el parto de Cayetano.
Ese día, muy de mañana, el abuelo
aparejó el caballo y en los serones nos metió a los tres y nos llevó al campo
para que no nos enteráramos de cómo iba el parto.
Al regreso mamá nos presentó al
nuevo hermanito, nos contó que papá se lo había encontrado en un cestito con
flores. Entonces todos quisimos saber el origen de nuestro nacimiento. A Teresa
la encontró en el campo, en un puesto de cacería; a mí en un banco del Paseíllo
(Alameda).
Emilia, la mayor, también preguntó por el suyo
y mi padre contestó: a mi Emilita me la encontré en papeles de periódicos en la
puerta del cine. No había acabado de pronunciar esas palabras cuando Emilia
empezó a llorar con un gran desconsuelo, y le preguntamos el motivo de su
llanto, y ella, con sollozos entrecortados, contestó: “¿Cómo no voy a llorar?
Si papá no hubiera estado allí, al salir del cine todas las personas me habrían
pisoteado”. Y siguió llorando hasta cansarse…
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