Juan Ramírez en su casa de La Plaza
Ubrique
“Hablo por ti...Ubrique”
Se es de donde se nace. Después de cinco décadas que han
pasado desde el inicio de mi “diáspora”, tengo la certeza de que es así. Mi
edad no es esa, es algo más mayor, hay que añadir la infancia y parte de la
pubertad. En ellas no me alejé de la protección que supuso vivir al amparo de
lo que representa ser miembro de una comunidad, de mi propia comunidad, la que
me hizo ser y sentirme ubriqueño de hecho y de corazón. La huella aún pervive
con la misma intensidad, no hay desgaste, no la alteran ni los kilómetros, ni
el paso de los años.
Me contaron que irrumpí al amanecer de un día que se presentía iba a ser de esos tórridos, de los que nos tenía acostumbrados el mes de julio en los temibles veranos de la sierra. Llegué a un dormitorio de nuestra casa de la plaza, cuando el sol despuntaba rubicundo y feroz transfigurando los perfiles de la “Cruz del Tajo”, cuando desde justo al lado sonaba el último toque para la “Misa de Alba”. Ahí empezó la magia de Ubrique, mi pueblo, el lugar del que nunca he dejado de irme, ni al que mucho menos he dejado de volver. Aunque la gran mayoría de mis últimas visitas no han sido presenciales, sí puedo decir que han sido diarias.
Toda vida es una película, una secuencia de imágenes cargadas de infinidad de perspectivas sobre un mismo hecho o un mismo momento. Puede suceder que se amontonen y se superpongan llegando a formar un borrón en el que se pierdan o se desdibujen las siluetas de las vivencias que nos dejaron huella. Cuando me fui, la máquina de proyectar se paró. De ahí para atrás, se quedaron resguardadas en mis recuerdos infinidad de fotografías brillantes, de colores que no se marchitaron, algunas un poco agrietadas, otras onduladas, de múltiples tamaños, cada una envuelta en una mácula de vivacidad, conservando la intensidad y la nitidez que adquirieron en su origen. Nadie ha envejecido en ellas, no han desaparecido ni las huertas, ni los olivares. El río corre satisfecho y cantarín por la cicatriz que él mismo abrió en el valle. Una labor callada, lenta y constante, conseguida segundo a segundo, milenio a milenio.
Me sumerjo en ellas y escucho la sinfonía de Ubrique, que son los sonidos del agua, el esplendoroso chisporroteo con el que se deshacen las espumas blancas en los “Nueve Caños”, o los chasquidos con los que se rompe el fresco y radiante caudal de los caños, al caer en los vasos de las innumerables pilas que refrescaron nuestros labios y saciaron nuestra sed. Les sigue el compás el rítmico y metódico “taconeo” de las patacabras sobre los mármoles desgatados, rayados por el desvarío de algún inquieto “chavetín”, mates por tanta creatividad que brotó de ellos.
Me obsequian con olores a pegamento, a nardos en septiembre, a cuando se están friendo los gañotes, o a los gamones recién estallados a primeros de mayo. Me inundan de sabores a “bucaritos”, a “palodú”, a madroños, a tejeringos, a tortas de masa frita, a todo aquello que nos llegó a los sencillos paladares, que nos dejó sentir el amor con que se elaboraron, que venían acompañados de aromas naturales, sanos, de los auténticos.
Mis ventanitas rectangulares, por las que entro en el pasado, no me privan del tacto. Basta con cerrar los ojos y posar la yemas de los dedos sobre cualquier pieza nacida en los templos del arte (que son cada uno de los talleres en los trabajan los primorosos artesanos) para saber que estoy acariciando la luminosidad que reflejan nuestras calles, la transparencia del aire que envuelve al ahora inmenso escenario, y las noches de nítidos cielos estrellados.
En una de las estanterías de los archivos incorpóreos y virtuales de mi memoria, se alinean varias latas grandes de las de “carne de membrillo”, están repletas de esos tesoros. Recurro a ellos en los momentos buenos y en aquellos que han sido muy malos. Me reconfortan, son generosos, me protegen y yo los mimo, por ello les agradezco que aún no me hayan abandonado.
Me contaron que irrumpí al amanecer de un día que se presentía iba a ser de esos tórridos, de los que nos tenía acostumbrados el mes de julio en los temibles veranos de la sierra. Llegué a un dormitorio de nuestra casa de la plaza, cuando el sol despuntaba rubicundo y feroz transfigurando los perfiles de la “Cruz del Tajo”, cuando desde justo al lado sonaba el último toque para la “Misa de Alba”. Ahí empezó la magia de Ubrique, mi pueblo, el lugar del que nunca he dejado de irme, ni al que mucho menos he dejado de volver. Aunque la gran mayoría de mis últimas visitas no han sido presenciales, sí puedo decir que han sido diarias.
Toda vida es una película, una secuencia de imágenes cargadas de infinidad de perspectivas sobre un mismo hecho o un mismo momento. Puede suceder que se amontonen y se superpongan llegando a formar un borrón en el que se pierdan o se desdibujen las siluetas de las vivencias que nos dejaron huella. Cuando me fui, la máquina de proyectar se paró. De ahí para atrás, se quedaron resguardadas en mis recuerdos infinidad de fotografías brillantes, de colores que no se marchitaron, algunas un poco agrietadas, otras onduladas, de múltiples tamaños, cada una envuelta en una mácula de vivacidad, conservando la intensidad y la nitidez que adquirieron en su origen. Nadie ha envejecido en ellas, no han desaparecido ni las huertas, ni los olivares. El río corre satisfecho y cantarín por la cicatriz que él mismo abrió en el valle. Una labor callada, lenta y constante, conseguida segundo a segundo, milenio a milenio.
Me sumerjo en ellas y escucho la sinfonía de Ubrique, que son los sonidos del agua, el esplendoroso chisporroteo con el que se deshacen las espumas blancas en los “Nueve Caños”, o los chasquidos con los que se rompe el fresco y radiante caudal de los caños, al caer en los vasos de las innumerables pilas que refrescaron nuestros labios y saciaron nuestra sed. Les sigue el compás el rítmico y metódico “taconeo” de las patacabras sobre los mármoles desgatados, rayados por el desvarío de algún inquieto “chavetín”, mates por tanta creatividad que brotó de ellos.
Me obsequian con olores a pegamento, a nardos en septiembre, a cuando se están friendo los gañotes, o a los gamones recién estallados a primeros de mayo. Me inundan de sabores a “bucaritos”, a “palodú”, a madroños, a tejeringos, a tortas de masa frita, a todo aquello que nos llegó a los sencillos paladares, que nos dejó sentir el amor con que se elaboraron, que venían acompañados de aromas naturales, sanos, de los auténticos.
Mis ventanitas rectangulares, por las que entro en el pasado, no me privan del tacto. Basta con cerrar los ojos y posar la yemas de los dedos sobre cualquier pieza nacida en los templos del arte (que son cada uno de los talleres en los trabajan los primorosos artesanos) para saber que estoy acariciando la luminosidad que reflejan nuestras calles, la transparencia del aire que envuelve al ahora inmenso escenario, y las noches de nítidos cielos estrellados.
En una de las estanterías de los archivos incorpóreos y virtuales de mi memoria, se alinean varias latas grandes de las de “carne de membrillo”, están repletas de esos tesoros. Recurro a ellos en los momentos buenos y en aquellos que han sido muy malos. Me reconfortan, son generosos, me protegen y yo los mimo, por ello les agradezco que aún no me hayan abandonado.
A pesar de la innegable realidad que supone el paso del
tiempo, y la distancia que los caminos ponen de por medio, sigo viviendo en
Ubrique. Vivo en él, porque el hogar no es un país, ni un lugar, ni una ciudad,
ni una casa. Porque el hogar: es un sentimiento.
Juan Ramírez Domínguez
Juan Ramírez en Núremberg
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