Ubrique, principios del siglo XX
Fotografía de Francisco García Parra
Por Esperanza Cabello
Una buena amiga (gracias, bonita💜) nos ha recordado que hace hoy exactamente doscientos años que doña Frasquita Larrea, mujer referente cultural en nuestra provincia a principios del siglo XIX, visitó las ruinas de El Salto de la Mora, es muy curioso que, al escribir sus diarios, doña Frasquita dejara, para la posteridad, una de las primeras descripciones del lugar, unos años después de las excavaciones que hiciera don Juan Vegazo.
Nos complace volver a leer este relato que hemos leído muchas veces con anterioridad, incluso forma parte de la ruta literaria que preparamos en Las Cumbres, y ver esta descripción con los ojos de una mujer, por vez primera, nos produce una sensación muy agradable, ella disfruta recreándose en el paisaje, admirando las ruinas, dando lugar a la meditación y a la contemplación.
Sin lugar a dudas este relato, que ya fue publicado en 2008 por nuestro amigo José María Gavira (en este enlace), es una de las perlas de la literatura de nuestro yacimiento, lejos de tecnicismos, de erudiciones y de palabrería.
Obviamente hay datos que no concuerdan con los actuales, Marco Antonio y Cleopatra no tienen mucho que ver con nuestra ciudad romana, pero hay otros que nos llaman profundamente la atención. Siempre se ha pensado que Ocurris tenía una gran relación con el agua (Miguel de Olivares dibujaba unos baños, Manuel Cabello buscaba unas tenerías, se conservaron, cuidaron y reutilizaron los aljibes y cisternas... incluso en los últimos tiempos existe la teoría de que Ocurris era un lugar sagrado, vinculado con el agua) aunque no teníamos noticia de ninguna surgencia en la zona. Y ahora, leyendo con atención, doña Frasquita nos da una pista excelente:
" Mas allá vimos otro baño y un gran aljibe y nos dijeron que a una corta distancia había una sima profunda que corría subterránea no se sabe hasta dónde."
¿Habría, además del agua que corría por el acueducto, una surgencia cerca de las termas?
En cualquier caso, merece la pena pararse un momentito a leer este delicioso texto celebrando el doscientos aniversario de la visita de doña Frasquita Larrea a Ocurris. Debió de ser toda una experiencia subir al monte, atravesar los campos montada "en un borrico", interesarse por todo lo que había sucedido allí y observar, con mirada crítica y a la vez romántica (en el sentido literario de la palabra) su entorno
Hemos cometido la osadía de reescribir el texto con ortografía actual, aunque en el anterior enlace podemos leer el original.
Día 31 de julio
Ayer tarde fuimos a la Vena-Feliz o Venafí que es como la llama el pueblo, y por otro nombre el salto de la Mora. Es una peña altísima que está a la entrada del pueblo. Llevamos dos borricos, pues nos dijeron que no podíamos hacer todo el camino a pie. Sin embargo, Aurora con las demás vecinitas que nos acompañaban, anduvo hasta la cumbre, con bastante desazón mía, porque en efecto, es camino solo para cabras, a pesar de que la senda sube en espiral por los pedregales y breñas hasta llegar a la puerta de una viña plantada en su cima y que pertenece al padre de una de las jóvenes que iban con nosotras[1].
La Trinidad, doña Frasquita Larrea se alojó en las casas de la derecha de la imagen, invitada por la familia Romero
Fotografía de Francisco García Parra
Yo siempre fui en borrico que, si bien acostumbrado a las escabrosidades de este país, no dejaba de tropezar con gran susto mío que a veces me veía tan elevada que al menor vaivén parecía deberme despeñar a lo profundo. Antes de entrar por esta puerta, que abre a un cuadro de tierra cercado de peñascos, vimos una ruina que ciertamente sería un baño. Es un edificio cuadrilongo, abovedado, con varios huecos o nichos en la pared. Esta ruina está bastante bien conservada, y sirve para ordeñar las cabras. Parte del techo se ha desplomado y por sus hendiduras entra la luz, que no se adivina bien por donde le entraba antes. La puerta o rastrillo que está a su lado abre a una cuadra o salón natural cerrado por paredones de peñascos a cuyos pies se ven algunas piedras sueltas a manera de sofás y sillones.
Salimos de este salón por una abertura que nos llevó a la viña que domina una hermosa perspectiva de montes escalados sobre montes, y a un lado se divisa la pequeña población de Benaocaz con sus casas blancas interpoladas de verde, metida en un vallecito, semejante a una manada de ovejas pastando tranquilamente en medio de las montañas; al otro lado se presenta Ubrique abismado entre peñascos tan diminuto por la distancia, que parecía un juguete de filigrana esculpido en piedra.
Las casitas de las viñas y olivares en sus derredores se
divisaban como puntitos blancos casi imperceptibles. En el primer viñedo que
atravesamos vimos cinco columnas de piedra en cuyos zócalos se leen
inscripciones latinas. Su situación me pareció denotar que habrían sido de
alguna galería o fachada de edificio. En el suelo vimos rodando un trozo de
estatua de Cleopatra de hermoso mármol blanco. Lo único que se conservaba de
ella es desde la cintura hasta el pescuezo. Los dos áspides están perfectamente
trabajados, aunque me parecieron demasiado simétricos.
El padre Guardián de Capuchinos que ha tenido la curiosidad de examinar estas antigüedades y aun de descifrar con mucho trabajo las inscripciones (que ha mandado a Sevilla) me ha dicho que cuando primero vio esta estatua conservaba la cabeza, y que había otra de Marco Antonio; pero que, habiendo sido abandonadas allí, los muchachos a pedradas las han destruido. Además, se han excavado en este sitio como una fanega de monedas antiguas que también se han enviado a Sevilla.
Mas allá vimos otro baño y un gran aljibe y nos dijeron que a una corta distancia había una sima profunda que corría subterránea no se sabe hasta dónde. Pero el sol se estaba ocultando entre los montes y yo temía volver de noche por estos despeñaderos. La tarde era deliciosa y respirábamos en esta altura de un aire verdaderamente celestial. Volvimos, sintiendo que el tiempo no nos permitiese observar, y sobre todo meditar, en estas ruinas de tantos siglos.
Al pie de este peñasco (que llaman también el Salto de la Mora, por motivo de una tradición que supone a una mora arrojándose de esa altura huyendo de los cristianos) sale el manantial que surte al pueblo y que, pasado el Convento, fluye por un arqueducto a través de cuyos arcos se ven las huertas.
El Rodezno, 1907, fotografía de Romero de Torres
Catálogo Monumental
Entre este arqueducto y un guardalado, debajo del cual se ven las mujeres lavando con el agua del otro nacimiento que sale por el molino, corre una calzada hasta entrar en las calles del pueblo. Un grandísimo y frondoso álamo negro sombrea a las lavanderas, y más arriba del molino se ven grupos de olmos y chopos en derredor del manantial y a sus espaldas suben peñascos hasta las nubes