Antonio Rodríguez Agüera en su estudio
Fotografía gentileza de David Bulpe
Por Esperanza Cabello
Antonio Rodríguez Agüera, conocido cariñosamente en el pueblo como "Agüera", es uno de los decanos entre los artistas de Ubrique; siempre es una verdadera suerte poder hablar con él, hombre sencillo y humilde, apasionado de la pintura y con un enorme carácter. Te emboba mientras cuenta cómo ha pintado un cuadro o cómo conseguía fundir el zinc.
Ha comenzado una nueva exposición en el Convento de Capuchinos, "Conversaciones", inaugurada por la alcaldesa de Ubrique, Isabel Gómez García, la pasada semana y que estará abierta al público hasta el treinta de junio.
Cartel de la nueva exposición de Agüera en el Claustro del Convento
Una exposición que no puede dejar indiferente a nadie, y a la que hemos tenido la ocasión de asistir con el también artista ubriqueño Zarva Barroso, admirador de Agüera, con el que comparte la pasión por el dibujo y la pintura.
Hace poco más de un año, mientras preparábamos con David Bulpe el nombramiento de don Manuel Pérez Trastoy como Hijo Adoptivo de Ubrique, tuvimos la gran fortuna de ir a su estudio en la calle Higueral para recabar su ayuda.
Aquella visita nos impresionó, no solo porque es un lugar increíble, una casa diminuta que fue el primer hogar de la familia de Antonio, que sus padres alquilaban entonces a Cristóbal "el de la Cal", sino porque Antonio, con esa personalidad fuerte y ese carácter afable, es un conversador cercano y divertido, tan ubriqueño en sus raíces que tienes la impresión de estar conversando y aprendiendo a la vez no solo historias de nuestro pueblo, sino también palabras y giros que incluso nosotros mismos desconocíamos. En aquella ocasión David, que es capaz de captar con su cámara el alma de las personas, hizo un magnífico trabajo.
Impresionante fotografía de David Bulpe del impresionante estudio de Agüera
El artista es, en cierto modo, como su estudio, un tesoro respetuoso y bien ordenado en el que se acumulan cuidadosamente miles de obras en distintas capas, retratando épocas, momentos y recuerdos de toda una vida.
Y es que Antonio Rodríguez Agüera, aunque parece un chaval, es un hombre que en su próximo cumpleaños tendrá ochenta años.
¡Ochenta! ¡Quién lo diría viéndolo con esa vitalidad,con esa pasión, con esas ansias de trabajar y de comenzar un nuevo proyecto!
Su padre era el ubriqueño Antonio Rodríguez Gómez, petaquero ahormador, él lo recuerda llevándose la tarea a casa y viéndolo pasar una y otra vez la patacabra sobre la pieza para que fuera tomando forma. Se había casado con Manuela Agüera Ordóñez, una muchacha que se había criado cerca de Prado del Rey, en el campo, y que vino a Ubrique con su madre, que siempre vivió con ellos.
Antonio solo recuerda a esta abuela, a su abuela materna, que compartía casa con la familia. Mujer muy religiosa, se levantaba al alba y bajaba todos los días a la parroquia, sentada en la puerta hasta que la abrían.
Sus padres se habían casado poco antes de que comenzara la Guerra Civil, y pronto llegaron los niños; fueron seis hermanos, José, el mayor, que ha muerto a sus 84 años hace muy poco; Paco, que murió siendo un niño, con nueve años; Isabel, Antonio, Paca y Manolo.
Antonio, como todos sus hermanos, nació en esta casa que ahora es su estudio, el quince de febrero de 1940. Seguramente asistiera a su madre Isabel la Matrona.
Muy pequeño comenzó a ir a la escuela con don Manuel Janeiro, exactamente en el mismo lugar en el que hoy expone su obra.
Es muy curioso que el antiguo Convento de Capuchinos haya sido y sea hoy día una referencia genuina de nuestro pueblo. Actualmente se encuadra en él una magnífica exposición permanente que conforma el "Museo de la piel", gestionado y cuidado por Maribel Lobato y Paco Solano con mimo y esmero. Hace cuarenta años era una ruina, y comenzaron allí los talleres escuela "Ocurris", para su restauración. En los cincuenta había sido escuela para niños, ya que los capuchinos se habían visto obligados a abandonar el lugar veinte años antes. Y desde mediados del siglo XVII fue uno de los ejes de formación del pueblo y una de las cunas de grandes hombres de la iglesia, los más conocidos fray Buenaventura, el beato Diego de Cádiz o Leopoldo María de Ubrique, el obispo Panal.
Pues precisamente en el mismo lugar en el que Agüera aprendió sus primeras letras e hizo sus primeros dibujos, en el convento, ahora, siete décadas más tarde, expone sus últimos trabajos.
En el claustro del convento, con Zarva Barroso y Antonio Rodríguez Agüera
Fotografía gentileza de Paco Solano
Como decíamos, como primer maestro tuvo a don Manuel Janeiro Carrasco, sus recuerdos de la época, a pesar de su corta edad, son muy vivos. Antonio recuerda que había dos "patios", el "patio de los chinos", todo el exterior del convento; y el "patio de invierno", que era precisamente el claustro. Se refugiaban allí del mal tiempo invernal bajo las arcadas durante el recreo.
Recuerda a don Manuel como a un hombre recio y firme. Hubo un detalle que aún no se ha explicado, setenta años más tarde. Un día los hizo pintar sobre sus pizarritas una golondrina, el maestro había dibujado en la pizarra de la clase, con una tiza, una golondrina en vuelo, y les pidió que reprodujeran el modelo.
Poco a poco todos los compañeros iban acercando su trabajo al maestro, y Antonio no veía el momento de acercarse él. Cuando lo hizo, don Manuel le dijo que repitiera el dibujo; y así lo hizo, no una, sino tres veces. Aún no tiene claro nuestro artista porqué él lo repitió y los demás no.
Queremos pensar que vio en él algo diferente ya con seis o siete años y que decidió ver hasta dónde llegaría.
Golondrina al vuelo. Antonio Rodríguez Agüera, 8 de mayo de 2019
Nos encanta ver cómo Antonio se expresa mucho mejor con un lápiz que de ninguna otra forma, hablándonos de la golondrina nos la mostró gráficamente.
Después de tres años de escuela, su madre decidió que ya era hora de comenzar a buscar trabajo, y con nueve años le encontró ocupación en la petaquería de "Pataíta" en la calle de Las Tenerías.
Al entrar en la fábrica le dieron una "espabilaera". Dar una espabilaera es gastar una broma a un novato o a un aprendiz. En su caso lo mandaron a la carpintería de Gonzalo a por una "horma de los siete picos", y al llegar, el carpintero (confabulado con su jefe) le dio un "pedazo de tarugo grandísimo", en palabras del propio Agüera.
Un niño de nueve años no podía mover aquel tarugo tan pesado. Le dio un montón de vueltas hasta que, enfadado, lo dejó allí y se volvió al trabajo, donde todos se rieron muchísimo con la espabilaera.
Unos meses más tarde le gastaron otra. Diego "el Mosca" era su jefe, estaba "a parcerías" con "Pataíta", Antonio solo hacía pequeños trabajos como aprendiz de nueve años que era. Un día le dijo el jefe que le iba a dar una tarea de verdad, y le dio una tarea de correíllas.
El niño puso sus correíllas sobre el mármol, su almidón, todas sus herramientas. Se sentó en el banquillo y empezó a hacer la tarea... como es lógico le salió fatal, cada correílla de su padre y de su madre, y sus compañeros riendo la broma.
Pero mientras vivía aquel mundo de aprendiz de petaquero en el Ubrique de finales de los cuarenta, Antonio no había dejado de aprender. Por las tardes iba a clases particulares con Candelaria Chacón Quero, la zapatera del San Juan, y con ella aprendió bien de cuentas y mejor de letras.
Un año más tarde comenzó a trabajar en el taller de Juan Carrasco León, el repujador. Tenía apenas diez años y pintaba con cuidado los repujados del taller, ahí comenzó de verdad su aficción por la pintura, todo un mundo de posibilidades se abrió a sus ojos, y comenzó al mismo tiempo a pintar piezas para otros fabricantes. Para la viuda de Castro pintaba botitas de cuero. Maribel Lobato nos recuerda que en el museo hay una de esas botitas.
Pensando que debía prepararse bien si quería avanzar en su pintura, Antonio comenzó cursos de dibujo artístico a distancia de la academia CEAC, en Barcelona. Cada mes le pedían un trabajo diferente, lo enviaba y se lo corregían.
En una ocasión tenía que pintar una cabeza humana, y le pidió a su padre, que estaba malo, que posara para él. Su padre se puso de frente, con las manos apoyadas en el bastón y la barbilla sobre las manos, él le hizo un dibujo con tinta china y resultó tan especial que le preguntaron desde la academia: ¿lo ha hecho usted del natural? Así era la percepción de Antonio tan joven.
Antonio y Zarva Barroso, la experiencia aconsejando al nuevo artista
Antonio nos cuenta que mientras trabajaba en el taller de repujado de Juan Carrasco León hizo amistad con su amigo Francisco Peña Corrales, carpintero. Agüera, muy joven, iba haciendo dibujos que iba enseñando a Francisco Peña.
A su vez, éste era amigo de Pierre Matheu, uno de los iconos de la pintura en Ubrique. Matheu se fijó en el pequeño Antonio y en su trabajo, y le recomendó a Francisco Peña que atendiera al joven pintor.
El salvadoreño venía a Ubrique cada año, en primavera y verano, para captar la luz de nuestro pueblo, venía a pintar del natural, y Agüera se lo encontraba muchas veces por la calle captando momentos y luces. Recuerda expresamente un día que pintaba en la callejuela de la Cárcel, hacia arriba, dibujando en primer plano unas margaritas que impactaron a Antonio.
Poco a poco fue creciendo la amistad y el trato entre Agüera, un chaval, y el pintor Matheu, éste apreciaba su trabajo, mientras que otros chavales venían a mostrarle sus pinturas y Matheu les decía: "A lo mejor después de cien cuadros..."
Una noche, de madrugada, que iban subiendo por la calle Torre, Matheu preguntó al joven ¿De qué color ves el cielo? Agüera respondió claramente ¡Azul! (eran casi las dos de la madrugada), y su respuesta gustó mucho al pintor, el cielo, de noche, también es azul, no es negro. ¡Buena respuesta!
Impresionante retrato de Agüera por David Bulpe
A veces, oyendo hablar a nuestro pintor, recordamos (salvando las distancias) al escritor americano Hemingway, quizás por su tenacidad, por su seguridad, por la vida que da a su trabajo, por la pasión que pone en todo lo que hace, porque ha aprendido a que lo importante es lo importante, y lo demás siempre puede esperar. Para Antonio la pintura es lo importante, y no le interesan los datos ni las fechas, sí los conceptos y las personas.
Muy pronto decidió convertirse en su propio jefe y dejar de trabajar para Juan. Pensó en hacerse sus propios troqueles y sin amedrentarse por nada, con los medios de los que disponía, comenzó a tallar la madera, a trabajar la piel, a fundir el plomo. Era todo un espectáculo ver el cacharro con el plomo fundiéndose ¡en la hornilla de su madre!
Hacía falta mucha temperatura para fundir el plomo, y después había que echarlo sobre la piel que se estropeaba una y otra vez. Era muy difícil, pero más tesón tenía él. Lo intentó hasta que lo consiguió, se hizo un experto en fundir el plomo, e incluso hizo trabajos fundiendo zinc en el anafe de su madre, se veía el cacharro al rojo vivo.
Pero Antonio no había nacido para ser repujador ni petaquero. Siendo aún muy joven decidió que iba a dedicarse por completo a la pintura. Por aquel entonces ya había conocido a la que es la mujer de su vida, su esposa y la madre de sus hijos Enma y Antonio David.
Nuestro pintor nos cuenta que ha tenido muchísima suerte con su mujer, que lo ha apoyado y comprendido siempre, sin ponerle ningún pero a su dedicación al trabajo.
Y también con su familia, ya que ahora son los felices abuelos de Julián y Ana.
Volviendo a sus primeros pasos como pintor, sabemos que a finales de los sesenta y principios de los setenta hizo sus primeras exposiciones. Antonio recuerda a nuestro padre, Manuel Cabello, que le organizó la primera exposición en los salones de la AISS. También hizo una exposición con Pedro Lobato en la calle Cruz.
Antonio quería mucho a Pedro, lo admiraba y lo apreciaba, aún lamenta profundamente su muerte y habla con cariño del pintor y de su obra.
De los cientos de exposiciones y los miles de cuadros que ha pintado, siempre el trabajo más importante, el mejor, será el que haga ahora.
Pudo apreciar la obra de Rodríguez Cabas cuando el pintor sevillano expuso en el Casino de la Plaza, pero no lo conoció personalmente. Pocos años más tarde también expuso él mismo en el Casino. También en la Peña San Sebastián, en la Piscina de Ubrique y en tantos lugares que ni recuerda.
Fue becado por la Diputación de Sevilla en Roma, donde estuvo pintando durante un mes. También viajó a Nueva York, era una de sus ilusiones y así lo expresó en una exposición aquí en Ubrique "si sale bien y vendo los cuadros, me iré a Nueva York a pintar". Los vendió y se fue a América, allí vendió un autorretrato.
Más tarde se puso en contacto con una galería americana y les envió unos veinte cuadros de pequeño formato... y ahí se quedó, de los cuadros nunca más se supo.
Ubrique como yo lo siento, por David Bulpe
Hablando con el pintor nos da la impresión de que su determinación y su seguridad han hecho que se preocupe solamente de lo esencial, sin atenerse a modas ni a críticas. Su pintura está en constante evolución, y él hace lo que quiere. Siempre lleva encima lápiz y papel, y hace croquis del natural.
Nuestro amigo Zarva estaba interesado en conocer su opinión sobre el trabajo del artista, y su respuesta fue increíble:
"Si te gusta pintar, pinta. Dibuja, pinta, haz croquis. Trabaja y aprende. Cuanto más aprendas, más claro verás que te falta muchísimo por aprender, pero no pares, siempre que tengas ansias de aprender todo irá bien."
Llegado el momento de abandonar la exposición, nos ofrecimos a acompañar a Antonio hasta el Hogar, donde suele ir por las tardes a echar un ratito. No como profesor de pintura, porque él, humilde, dice que no puede ser profesor alguien que tiene muy claro que sabe tan poco, y que además para él es muy importante dedicarse por entero al trabajo, totalmente concentrado, y no iba a poder llevar bien los retrasos inevitables en las clases.
Al despedirnos, cuando Zarva le regaló uno de sus magníficos libros de Mitología ibérica, Antonio nos confesó que una vez, hace muchos años, escribió unos versos que fueron incluso publicados.
Y aquí hay una novedad de nuestro pintor, después de un par de días buscando entre los libros de nuestro padre, hemos encontrado, en una edición de 1975, dos escritos de Agüera:
El primero es un pequeño poema dedicado a Ubrique, muy en la línea de aquellos Juegos Florales de principios de los setenta.
Y el segundo un texto en prosa, explicando cómo sus ojos ven a Ubrique, nos parece magnífico el símil que hace con el petaquero y el pintor "encelado en su obra", y las alusiones a Walt Disney.
En la siguiente entrada transcribimos estos dos textos.
Hasta aquí un esbozo de biografía de uno de nuestros ubriqueños más ilustres, uno de los pocos ubriqueños vivos que tienen nominada una calle, junto a otros pintores y escultores célebres.
Miles de cuadros ("más de tres", nos ha dicho), cientos de exposiciones, una vida plena dedicada a la pintura y una vida entera en su pueblo natal, con su familia, con los suyos, con su pintura. Admirado por muchos y apreciado por todos, Antonio Rodríguez Agüera es, sin dudas, un ubriqueño que nunca desaparecerá.
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