viernes, 4 de enero de 2019

"Balada de los Reyes Magos "

Canastos de Reyes ubriqueños, compartidos en Ubrique en el Recuerdo




Por José María Cabello Janeiro

      Me refugio en este rincón, donde mis dedos vuelan sobre el teclado para expresar libremente mis sentimientos. Otra vez entremezcladas las alegrías y las penas. Gozoso por haber añadido un año nuevo más a mi calendario para seguir disfrutando de esta propina de vida que Dios me regala. Y ligeramente triste porque es la primera vez no voy a compartir la alegre llegada de los Reyes Magos con mis nietos, como disfruté a tope cuando la celebraba con mis hijos. Sirva de compensación el haber disfrutado de su presencia colectiva la Nochebuena y - entonces- se adelantó Papá Noel sembrando de risas, de música y buenos regalos la pequeña sala donde nos apiñábamos abuelos, hijos, nietos, cuidadora, dos perros -Jeta y Lola- y un gato, Ronda, que sacó de su jaula una de mis nietas.    
      Nos emocionó el punto cuarto de la carta escrita por Jimena a sus doce años, con una pulcra caligrafía, referida a sus abuelos. También sonó la magia de la trompeta -más grande que su persona- que tocó Rocío, a sus nueve años. Sería su edad, la misma en que dejé mi nido familiar, su simpatía, la agilidad de Noe, que en horas preparó la mesa, la belleza de mi nieta Julia, deslumbrante a sus dieciséis y hasta un deportivo box entre Jack y su padre nos alegraron la fiesta. Mamá estaba feliz. Sonreía y participaba en las canciones. Estaba distinta. Era la de siempre. La emoción incontenida y un ligero impulso del  Moët Chandon que rubricó la cena me trajeron nubes oscuras en el recuerdo. Un capítulo de mi niñez, que titulo "Balada de los tristes Reyes" que narraré en mi próxima entrega.

     "La fiesta de los Reyes, en aquellos años, en Ubrique, tenía sus ritos. Lo primero, como ahora, escribir la carta. Los más ingenuos la echaban en Correos. Los más avezados la depositaban en la boca de un monstruoso muñeco metálico, de un rojo hiriente, que hacía de Correo Real, instalada en la entrada de una tienda en la calle Real, esquina a la calle Costezuela y frente a la casa de los Rubiales Zarco. Se nos iban los ojos de niño sobre los escasos y pobres regalos que se veían en el interior. 
       Pero lo que más nos ilusionaba era la confección de aquellas cajas de zapatos convertidas en bellos canastos multicolores, cuyo contenido era nuestra ilusión por verlos llenos. Era una tradición común en todas las casas por aquellas calendas. Pura artesanía casera.
Hoy un grupo de paisanas, a la cabeza -como en tantas cosas- mi sobrina Esperanza, se han propuesto que no se pierda esta hermosa tradición. Que con la cantidad y calidad de tantos artistas locales, alcanzarían un techo admirable. 
Nosotros tuvimos la suerte de contar con una excepcional colaboradora. La prima Isabelita Álvarez Janeiro, que con sus delicadas manos hacía un montón de canastos de Reyes sin repetir en ninguno forma ni colorido. Seguro que ahora en el Cielo formará parte -con su eterna sonrisa-de algún grupo de ángeles juguetones, enviando un mensaje de paz navideña a tantos sobrinos y sobrinas a los que quiso como madre sin haber tenido hijos. 
Pero entonces el trabajo era colectivo. Hasta los peques colaborábamos. Almidón, pegamento, tiras, tijeras… y mientras la caja de zapatos tomaba forma  de canasto iba creciendo nuestra ilusión y aumentando nuestra esperanza. Por eso retengo, como imagen fija en mi retina -parece que fue ayer- y en sitio destacado de mi memoria el flash del último Reyes feliz que viví de niño. A los mismos nueve años que Rocío, mi nieta más pequeña.
Y no es que los Reyes fuesen tristes, portadores como son de sueños cumplidos. Es que su celebración y su fiesta podían ser afectadas por circunstancias externas que aminoraban la alegría infantil e incluso, en algunos casos, se convierten ahora en un amargo recuerdo. Viví mi infancia en años difíciles. Aquellos años pesaban como plomo.

La incivil dejó como rastro -también en Ubrique- heridas abiertas, mucha necesidad, enfermedades encubiertas y mucha miseria. Por eso la fiesta de Reyes era el paliativo para los niños de ese agobiante ambiente. Nuestras cartas a los Magos eran, en muchas casas, sueños imposibles de cumplir. Pero nosotros y el grupo de nuestros amigos fuimos afortunados. Todos los años, al lado de las ingenuas tazas de agua que dejábamos para los portadores, amanecían las canastas de cartón brillantes de colorido llenas, para nuestra sorpresa, de más chuches que de regalos, de más cartón piedra que de madera, algunas muñecas de trapo y -el tope- algún cacharrito metálico. Lo demás, nuestra ilusión de niños que convertía lo recibido en la mejor compañía de nuestros juegos infantiles.
¡Éramos felices!




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