sábado, 21 de mayo de 2022

El trenecito, en "Pespunteando recuerdos"

 

La "cochinita" el tren que partía de Málaga, en el archivo IEFC. Colección Roisin

Gentileza de Francisco Juan de la Cruz Porras



Por Esperanza Cabello

La pérdida de nuestro tío Pepe (José María Cabello) ha sido muy dura para nosotros. En los últimos tiempos nos habíamos acostumbrado a sus relatos,a sus historias, a su charla, a su cariño... Y ahora que se cumplen más de seis meses desde su fallecimiento y cuando está a punto de llegar el día de su cumpleaños, seguimos teniendo una gran apatía por las redes sociales y por el blog, porque, en realidad, hemos vuelto a quedarnos un poco huérfanos.

Pero seguimos visitando páginas históricas, y estamos suscritos a páginas malagueñas, ya que allí pasó sus últimos años junto a su querida Carmenchu, y a ambos nos gustaba comentar los detalles y unir los tiempos pasados con los actuales.

Esta semana hemos encontrado en un grupo de recuerdo de Málaga una fotografía histórica, el tren de cremallera que recorría la costa malagueña en los años cuarenta, y la primera intención ha sido comentar con él el descubrimiento, porque él nos había hablado varias veces de algunos viajes en ese pequeño tren.

En su segundo libro "Pespunteando recuerdos", dedica a este tren, precisamente, el capítulo 12, que reproducimos a continuación:


12. El trenecito.

He tenido que retrasar mi guardia. De mi proximidad al mar he vuelto a la terraza acristalada de Gallo Rojo. El mar rizado de ayer ha embravecido. Las olas desbordan su línea y convierte su baba blanca de espuma en mínimas partículas de agua, que un viento casi huracanado hace llegar a mi asiento. Ya, en mi conocida retaguardia, contemplo el crecimiento espectacular del oleaje que llega hasta los tres y cuatro metros de altura. Y veo más cerca y de frente el paseo marítimo que tanto ha jalonado mi vida. Ahora, como tantos jubilados que compartimos aquí vivienda, mi primera hora mañanera consiste en recorrer un buen trozo de su trazado. Pero siempre retengo en mi memoria la cantidad de veces que en muchos años hacía los nueve kilómetros que en mi juventud hube de hacer. Es la distancia que recorría a diario -primero en mi Vespa, después en mi Simca azul- para llegar de mi casa en Pedregalejo, Manuel de Palacio, 4 al Instituto de Santa María de la Victoria en Martinicos, donde viví la etapa más gratificante en mi etapa de docente.

Al día siguiente, el mar sigue bravo, pero las olas han disminuido su volumen. Ya ha vuelto a su linde y las que, en la vencida levantera han provocado grandes mordeduras en la arena, llegan mansas a la playa. El mar, aún rizado se ha vuelto calmo. Y empieza el gran espectáculo de la costa, que observo desde mi acostumbrada atalaya. Por el morro de levante sobresale el enorme vientre gris blanco de dos cruceros, que venciendo el mar revuelto han amanecido anclados en la escollera del muelle que les corresponde. Por la bocana del puerto, atronando a su entrada y precedido del barquito del práctico se acerca un tercero, también a tope de turistas y buscando su amarre junto al espigón. Es como un preludio de los miles de visitantes que llenarán las calles en la inmediata Semana Santa. La renovada Málaga, pionera en lo cultural está de moda. Cuenta actualmente con un cercanías, que resulta escaso y llega a Fuengirola. Pero en los todavía duros años para la convivencia, unos políticos impuestos y no elegidos, por lo que con la miopía hacia un futuro que les caracterizaba, decidieron suprimir la línea que atravesando toda la costa oriental llegaba hasta la provincia de Granada. La Estación principal radicaba en el propio Puerto. Una de sus líneas penetraba hasta Coín, después se pasar por los dos Alhaurines, la zona de más crecimiento demográfico en la proximidad de la ciudad. La otra, pasaba por toda la costa del este hasta llegar a Vélez Málaga. Desde allí, superando un enorme desnivel llegaba hasta Ventas de Zafarraya al sur de la provincia de Granada. La codicia y posible corrupción de la época consumó el desacierto. No sólo desapareció el servicio, sino que malvendieron los raíles y toda su infraestructura. Hoy no queda de aquel turístico medio sino unos kilómetros convertidos en sendero y el nombre de Vélez Málaga, paralela a la calle Faro en recuerdo del paso del trenecito, cuando -en aquellos años- atravesaba la Malagueta.

Una mañana, todavía fresquita, del mes de abril de un año próximo al cincuenta, surgió la sorpresa: Había finalizado en fechas inmediatas la Semana Santa. Una piadosa dama americana había asistido a los cultos en la catedral. Se emocionó con la solemnidad de la liturgia y gozó con la polifónica y el canto llano de la schola cantorum del seminario. Decidió hacer un fuerte donativo a los protagonistas de aquellas ceremonias. Aquel día, una larga fila de colegiales de riguroso negro, con la beca roja en nuestros hombros nos acercarnos a la estación del puerto. Nos llamaban popularmente salmonetes.

Y rotas las filas a la llegada, alborozados, pero en desorden, ocupamos casi en su totalidad los asientos del trenecito de la costa. Fue bien divertida aquella inesperada excursión. Al pasar de Vélez y llegar a Periana el tren se ve convertido en un cremallera hasta su destino final. El desnivel alucinaba. El trenecito bufaba soltando un penacho de humo negro que nos empujaba a salir al exterior. Su marcha era desesperadamente lenta. Y aquella muchachada plena de vida y ansiosa de diversión competía a pie para ver quien llegaba primero a nuestro destino. Una gran paella nos esperaba a la llegada. A primera hora de la tarde fue la vuelta. Las ventanillas abiertas al completo. Los soñadores pensábamos que por allí entraba soplando un aire de libertad. Pero seguía mi agobio. Al año siguiente me fui a Salamanca, aquella ciudad sí que fue para mí un remanso de paz y de libertad. Fuimos de los últimos viajeros. Pronto suspendieron el servicio. El enseguida lo cerraron para siempre. Así desapareció el tren suburbano de Málaga. Y con él, un importante trozo de mi juventud.

Esta intervención de una piadosa dama americana no fue ni única ni exclusiva. Era la etapa histórica, todavía dura, de los cincuenta. La guerra fría que tensó a tope la relación entre rusos y americanos benefició indirectamente a nuestro país. Cesó el aislamiento, pero el cierre de fronteras exacerbó nuestros viejos y peores sentimientos. Si hasta entonces el comunismo era la bestia negra del régimen, ahora sus enemigos eran masones y protestantes. En la planta baja a la que vivíamos en nuestro colegio mayor, dos guardias civiles en servicio permanente custodiaban el Archivo General de la Masonería Española. Y la jerarquía católica, tan ajena a la calle, como en tantas ocasiones, favoreció una verdadera persecución contra nuestros hermanos reformados que compartimos la misma fe. Un grupo importante de clérigos fanáticos azuzaban a los jóvenes con soflamas y algunos con su ejemplo. Se apedrean las capillas evangelistas, se organizaban verdaderos escraches para impedir el acceso de sus fieles. Y otra nueva intervención social de la cruz y de la espada. Un informe de la viuda del presidente Roosevelt a Naciones Unidas sobre la situación religiosa en España llegó hasta el Vaticano. Y llega, como visitante ilustre a nuestro país el cardenal Spellman, arzobispo de New York. Reparte dólares por doquier en forma de estipendios de misa para las diócesis más pobres. Se entrevista con su colega de Toledo y con el jefe de Estado. La situación religiosa se destensa. Se inicia un esbozo de libertad religiosa "a la española". Cantidad de trabas administrativas para otras confesiones. Y se prepara la llegada de la espada. Las bases americanas de Rota (la nueva Gibraltar española) Morón y Torrejón de Ardoz. España se abre al turismo. Nuestras playas se llenan de bikinis y numerosas damas generosas y caritativas nos financian -a los alumnos de negro y rojo- una lejana noche de Reyes y un par de excursiones en la Semana de Pascua inmediata a la Semana Santa.

Principio del formulario

En aquellos años ese puesto -bien retribuido- estaba reservado para canónigos del cabildo catedralicio. Pero el obispo Benavent, en su afán renovador rompió la tradición conmigo. Y el supuesto sucesor al que se jubilaba se sintió dolido. Me consideraba un trepa y vino a decírmelo a mi despacho de secretario del tribunal. Me dolió tanto que me hizo llorar. Pero, sobre todo, se derrumbó la idea previa que yo tenía de la fraternidad clerical. Un mundo tan cerrado y escalonado en jerarquía, es propicio a esos vicios ocultos, de los que siempre me sentí ajeno. Tampoco era fácil adaptar la altura de la enseñanza teológica, en lo que tenía práctica a unas clases de Religión a adolescentes. Pero lo conseguí y con éxito. En definitiva, reafirmo que la etapa que pasé en el Instituto de Martinicos fue la más gratificante como docente y la más definitoria en mi vida personal.

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