Por Pedro Bohórquez Gutiérrez
Buenas tardes a todos los asistentes al
acto de presentación de una nueva edición revisada y ampliada de El habla de Ubrique de Bartolomé Pérez
Sánchez de Medina. Para mí es un motivo de satisfacción y un honor participar
en este acto. Lo es por muchas razones.
Pertenezco a una de las numerosas
promociones de alumnos ubriqueños a los que Bartolomé Pérez impartió la
asignatura de Lengua y Literatura españolas. Tuve la suerte de tenerlo como
maestro de esta asignatura y de la de Francés durante tres cursos en la recién
inaugurada por entonces Escuela Redonda, por acogerme a la toponimia popular y
no a la siniestra que regía en esos años postreros de la dictadura.
De esa experiencia, en unos años en los
que despertábamos de la infancia, guardo muy buen recuerdo. Uno no sabría
calcular la influencia que un maestro puede ejercer en nuestras vidas. Ésta,
las más de las veces, parece que el tiempo la diluye y va cayendo en el olvido.
Sin embargo, en el caso de Bartolomé no ha
sido así, y no por casualidad. En su caso, puedo decir cuánto y de qué manera
duradera ha ejercido influencia en mí: sin él proponérselo y sin ser uno
consciente, sino de una manera confusa y mezclada con otros influjos y
estímulos familiares, contribuyó a la elección del derrotero por el que
discurre hoy mi vida profesional. Algo debió de influir -no me cabe duda- en mi
elección de los estudios de Filología Hispánica y, como docente, sus clases, de
las que guardo un recuerdo vivo, siguen siendo un referente y un modelo ideal
–aunque a veces nos sintamos lejos de alcanzarlo- al que tender en el quehacer
diario.
Bartolomé, como maestro y profesor –es
mi experiencia y otros muchos podrán corroborarla- ponía pasión y alma en su
labor. La curiosidad y el amor por el conocimiento de la lengua y la literatura
prendían por contagio en sus alumnos, tal era y es su entusiasmo. La lengua
nunca era en sus clases árida y seca erudición. Como maestro nos familiarizó
con los términos abstrusos para nuestras mentes en fase de maduración de la
gramática y la lingüística modernas, supo mostrarnos los mecanismos internos
del funcionamiento de la lengua, diseccionarla, pero también, y esto es lo
importante, entroncarla con la vida. Las
explicaciones de Bartolomé en las clases de lengua se bifurcaban por caminos
infinitos, donde se mezclaban la literatura, la historia, la música, la
experiencia de la cultura como una inacabable aventura, caminos que por
imprevisibles nos mantenían absortos y encandilados. A veces reclamaba nuestra
colaboración para encontrar el hilo de la argumentación originaria que
aparentemente se había perdido y al que siempre se regresaba. Uno nunca se
aburría ni se dormía en unas clases que tenían el raro don de la amenidad.
Como profesor de literatura –aunque,
como digo la faceta de lingüista era en él inseparable de sus saberes
literarios- sabía desplegar ante nosotros la existencia de un vasto universo.
Hacía que la literatura española no nos pareciera letra muerta. Nos infundía el
estímulo para adentrarnos sin temor en sus textos y sabía allanar, con sus
comentarios, las dificultades para que el placer de la lectura se abriera paso
espontáneo en nosotros. Son muchos los autores que conocimos de su mano y a los
que hemos vuelto y seguiremos volviendo una y otra vez. Tengo algunos en mi
memoria.
Bartolomé Pérez, en fin, nos
proporcionó como profesor un bagaje de conocimientos y saberes sólidos para
enfrentarnos a futuros estudios, y alentó en muchos el gusto por la aventura de
leer, al tiempo que nos empujaba y animaba a adentrarnos por los laberintos de
la escritura, incentivando la creatividad y el cultivo de la imaginación.
Con lo dicho queda aclarado por qué es
para mí un motivo de satisfacción el participar en este acto, una ocasión que
quiero aprovechar para dejar constancia de mi agradecimiento a Bartolomé Pérez
como maestro, agradecimiento al que me gustaría que se sumaran muchos de los
que están aquí presentes y fueron sus alumnos. Ahora que circula una iniciativa
para solicitar para Bartolomé Pérez la declaración de Hijo Predilecto de
Ubrique, aprovecho para decir que hay razones de sobra, saltan a la vista y no
tendría que ser necesario que se sustentasen en ninguna petición. Se impone,
esa declaración, por la dimensión humana e intelectual de la persona para la
que se reclama.
Nos reunimos esta tarde en torno a
Bartolomé para celebrar la segunda edición ampliada de El Habla de Ubrique. Se trata de una reedición a la que se le ha
añadido una adenda o apéndice. Es, en esencia, el mismo libro, pero no
exactamente si tenemos en cuanta la incorporación de una serie de palabras
sobre cuyos orígenes ha indagado el autor con el mismo rigor que posee el
conjunto del libro. Y no podía ser menos, pues la tarea de recoger y estudiar
el léxico propio de un habla, un organismo vivo y en continua aunque lenta
transformación, es una tarea ingente y nunca concluida que Bartolomé tuvo la
audacia de emprender con las armas de su saber, su contrastada solvencia
investigadora, y el amor y la curiosidad por las cosas de su tierra.
Los orígenes de El Habla de Ubrique se remontan a una serie de artículos que el
autor fue desgranando durante un tiempo en El
periódico de Ubrique, a mediados de los noventa, donde fue dando a conocer
los primeros frutos de sus indagaciones sobre el habla local.
El Habla de Ubrique no es un libro
improvisado a pesar de estar escrito originariamente al calor de una
publicación periódica y volandera. Tampoco es, aunque pueda parecer paradójico
por su título, una obra localista, o al menos no exclusivamente.
El autor no se ha limitado a ofrecer
una recopilación al uso –de los centones que abundan con la pretensión de
recoger el vocabulario de las hablas específicas de pueblos y ciudades- de
palabras con sabor más o menos local. Lo que el autor nos ofrece es el
resultado de un estudio científico en la medida en la que la Filología es una
ciencia y el método y las herramientas que ha utilizado lo son. En este
sentido, afirmo que la obra es algo más que una obra localista, aunque lo sea
también, por suerte, para disfrute y
goce de quienes se sientan ubriqueños o deseen acercarse a nuestra pequeña
historia. Me atrevo a decir que El Habla
de Ubrique constituye un modelo de cómo abordar el estudio de las hablas
locales, tan necesario y previo para el conocimiento de “ese conglomerado
heterogéneo”, en palabras del autor, que constituyen “las hablas andaluzas”.
El
Habla de Ubrique ofrece un estudio exhaustivo y completo del lenguaje de
los ubriqueños: la fonética, la entonación, la gramática y el léxico, al que se
añaden un apéndice sobre su toponimia y la de sus alrededores, y un repaso por
algunas de las tradiciones locales y su huella en algunos dichos o frases
hechas.
La parte dedicada al Léxico, la más
extensa y quizás la que despierta mayor interés en el lector, recoge un
“pechada” de términos –por utilizar uno
de los que incluye el libro- sin limitarse a consignar su mero significado. En
la mayoría de los casos, el autor nos apunta su posible origen etimológico y
nos señala si el término en sí o aquel del que procede está recogido o no en
DRAE. Asimismo se nos ofrecen sus transcripciones fonéticas y se ejemplifica en
la mayor parte de los casos su uso con frases que solo en contadas ocasiones
son invención del autor. Se trata de frases que, demostrando un muy buen oído
-el autor, melómano y poeta- ha recogido
al vuelo de conversaciones con personas mayores, o en las encuestas realizadas
como trabajo de campo previo. Algunas de estas frases no tienen desperdicio.
Copio al azar “antier tarde estuvimos en la boda de mi primo; llegamos muy temprano,
y a la hora o cosa así empezó a entrar pimporrada de gente que no paró hasta
que los novios llegaron al patio de la entrada”. Son estos ejemplos,
auténticos y espontáneos microrrelatos de los que está plagada el habla
popular.
Leyendo las entradas del Léxico de El Habla de Ubrique, reparamos en una
cuestión. La importancia de este libro no se limita a dejar testimonio de un vocabulario en muchos casos
en trance de desaparición por la estandarización que los medios de
comunicación, el escaso hábito lector y la pérdida del gusto por la conversación
y la tertulia con tiempo por delante
imponen a la lengua cotidiana. El conjunto de términos nos remite a unas
formas de vida, a un pasado no tan lejano, y a una antropología, que conforman
nuestra pequeña historia comunitaria.
Transitar por El Habla de Ubrique brinda al lector corriente la posibilidad de
recrearse en las nostalgias de nuestra pequeña historia. Pero para el estudioso
es además una obra llena de sugestiones y que esboza numerosos caminos para
futuras investigaciones lingüísticas y etnográficas. Pues como dije al
principio la labor que ha emprendido audazmente Bartolomé nunca se cierra del
todo.
Otra cuestión que me gustaría destacar: El Habla de Ubrique es la constatación
de una riqueza lingüística de la que podemos enorgullecernos. Así se lo he oído
decir al autor, y es fácil estar de acuerdo leyendo su estudio, que avala
fundadamente dicha afirmación. Desmiente cualquier tópico sobre la pobreza de
las hablas rurales, y demuestra la plasticidad, riqueza y expresividad de las
hablas andaluzas. Hay que agradecer al autor su contribución a que este léxico
compartido no sea engullido por el olvido.
A quienes no tuvieron la dicha de
disfrutar de El Habla de Ubrique en
su primera edición, les animo a hacerlo ahora. Es un libro para saborear a
pequeños sorbos, que les deparará gratas y agradables sorpresas y que,
seguramente, les hará reencontrarse con su niñez y el recuerdo de sus mayores.
Y por favor, no se pierdan el paseo por Ubrique y sus alrededores a través de
su toponimia y de la mano de Bartolomé. Será un viaje entretenido y una amena
excursión por nuestro pasado y por nuestro presente. La geología y geografía se
animarán, el pasado se nos desplegará no tan lejano, el nombre de los lugares
nos descubrirá sus pequeños y grandes secretos, y el paisaje de este hermoso
rincón de las sierras andaluzas se poblará de voces y de ecos.
Nuestro viaje entretenido será simultáneo por
el espacio y por el tiempo, y no se detendrá en el presente. Apunta hacía un
futuro ideal al que, generosamente, Bartolomé Pérez Sánchez de Medina no renuncia,
un futuro que integre lo mejor de nuestro pasado y el de quienes nos
precedieron, y que es indisoluble con la conservación de la belleza de este
pequeño rincón del planeta que nos acoge.
No me resisto a trascribir un pasaje de este
paseo ameno y entretenido con Bartolomé Pérez Sánchez de Medina, texto aún
vigente, aunque escrito hace más de quince años, y que apunta hacia ese futuro
posible del que hablo. Se refiere a las ruinas del Rodezno: “Ahora da
una sensación de repulsa por un lado y, por otro, de esperanza, ver la ruina en
que se encuentran el Rodezno con su
molino y sus aledaños. He dicho esperanza porque el Rodezno podría habilitarse como –qué digo yo- museo
del agua, pues batanes, tenerías y tahonas de trigo y de aceituna (Majaceite)…,
han funcionado gracias a esta agua durante muchísimo tiempo”. Que así sea.
Y no me extiendo más.
Pedro
Bohórquez Gutiérrez
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