jueves, 6 de junio de 2024

El V concurso de cuentos y relatos: "El acordeón del alma, la historia de José, el Chiriguai"

 

Concurso de cuentos y relatos. Página del ayuntamiento de Ubrique


Por Esperanza Cabello

Hemos podido leer un curioso relato, escrito por Francisco Romero Chacón, que se había presentado al V concurso de cuentos y relatos organizado por el ayuntamiento.

Francisco ha obtenido el primer premio en su categoría por una historia novelada de un personaje mítico para muchos serranos que ya peinamos canas, y del que nos hemos ocupado en este blog en muchas ocasiones (pinchar aquí).

Nos ha parecido un relato muy bueno, con su dosis de ficción y de ternura, además de una fantástica aportación a la historia colectiva, por eso hemos querido plasmarlo a continuación:

 

 

EL ACORDEÓN DEL ALMA: LA HISTORIA DE JOSÉ “EL CHIRIGUAI”


En los años sesenta, en el pintoresco pueblo de Ubrique, enclavado en la Sierra de Cádiz, vivía un hombre singular conocido por todos como José "El Chiriguai". José no era un mendigo, pero tampoco llevaba una vida de lujos. Su hogar era una cueva en las afueras del pueblo, un refugio humilde que él mismo había acondicionado con esmero, utilizando los objetos que encontraba en los muladares. Aunque su vida era austera, José nunca perdía su dignidad. Siempre se le veía vestido de manera sencilla, con una gorrilla que apenas ocultaba su cabello canoso y una barba de tres días que acentuaba su rostro moreno, curtido por el sol y el viento.
José tenía un talento especial: su acordeón. Aquel instrumento, desgastado pero querido, era su compañero fiel, su medio de vida y su pasión. Las melodías que extraía de sus teclas resonaban por las calles empedradas de Ubrique, trayendo alegría y nostalgia a quienes las escuchaban. No había taberna en el pueblo que no conociera las notas inventadas por "El Chiriguai". Los fines de semana, los parroquianos de estas tabernas esperaban ansiosos la llegada de José. Sabían que sus canciones improvisadas serían el punto culminante de la noche, aunque no faltaban quienes se mofaban de él, especialmente cuando el vino corría abundantemente.
Una noche en particular, mientras tocaba en la taberna de Antonio, uno de los lugareños más antiguos y respetados, un silencio inusual se apoderó del lugar. José había comenzado una melodía suave y melancólica, una composición que parecía hablar de amores perdidos y sueños inalcanzables. Los ojos de los presentes se llenaron de lágrimas, recordando sus propias historias de vida, las alegrías y las penas que llevaban en el alma.
Entre los asistentes se encontraba Marta, una joven que había regresado al pueblo tras varios años viviendo en la ciudad. Había vuelto para cuidar a su madre enferma y aquella noche, guiada por la curiosidad, había decidido visitar la taberna. Al escuchar la música de José, sintió una conexión inmediata, como si las notas del acordeón hablaran directamente a su corazón.
—¡Venga, Chiriguai, toca una de tus canciones de la guerra! —gritó Paco, un hombre robusto y de voz grave, visiblemente afectado por el vino.
José sonrió con tristeza, pero no dejó de tocar. Las historias de la guerra de África, que él no había vivido pero que conocía por los relatos de los mayores, llenaban sus melodías. Las notas del acordeón narraban batallas y despedidas, y aunque algunos se mofaban, otros se dejaban llevar por la nostalgia.
—¡Esas canciones no valen para nada, José! —exclamó otro hombre desde una esquina. Sin embargo, Antonio, el tabernero, intervino rápidamente.
—¡Dejadle tocar! José nos trae recuerdos y nos hace sentir, y eso es algo que pocos pueden hacer.
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José asintió agradecido y continuó con su melodía, la cual iba transformándose en una suave canción de esperanza. Al terminar la pieza, Marta se acercó a José con lágrimas en los ojos y le pidió que le enseñara a tocar el acordeón.
—¿Podrías enseñarme? —preguntó Marta con voz temblorosa.
José, sorprendido pero complacido, aceptó. —Claro, ven a verme mañana en la cueva y comenzamos.
Así, comenzaron a reunirse cada tarde en la cueva de José, donde él le enseñaba a Marta no solo a tocar el instrumento, sino también a escuchar la música del mundo que los rodeaba.
Con el tiempo, Marta se convirtió en una excelente acordeonista y comenzó a acompañar a José en sus presentaciones en las tabernas. Juntos, sus melodías no solo alegraban a los parroquianos, sino que también atraían a visitantes de pueblos cercanos. La música de José y Marta se convirtió en un símbolo de esperanza y unión para todos los habitantes de Ubrique.
Un invierno particularmente frío, José enfermó gravemente. Marta, agradecida por todo lo que él le había enseñado, cuidó de él con dedicación. Una noche, mientras la nieve caía suavemente sobre Ubrique, José pidió a Marta que tocara una última melodía en su acordeón.
—Toca una para mí, Marta —dijo José con voz débil.
Con manos temblorosas y lágrimas en los ojos, Marta interpretó una pieza que había compuesto en secreto, una canción de agradecimiento y amor por su maestro y amigo.
José sonrió por última vez y cerró los ojos, dejándose llevar por las notas que llenaban la cueva. Aunque su partida dejó un vacío en los corazones de todos, su espíritu vivió para siempre en las melodías que Marta continuó tocando. La cueva de José se convirtió en un lugar de peregrinación para los amantes de la música, y su legado perduró como una prueba del poder transformador de la amistad, la música y el amor incondicional.

 

Francisco Romero Chacón, mayo de 2024

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