sábado, 28 de enero de 2023

La primera vez que fui a Ubrique, por Emilio Vázquez Sarmiento

 


 Ubrique en 1960

 

 

UBRIQUE. LA PRIMERA VEZ QUE FUI

 

Cuando fui por vez primera

a la población de Ubrique

nunca había viajado fuera.

Fue una mañana radiante

de esos lindos días de abril

que el rocío se hace diamante

en la tupida pradera

y sobre las primas flores

de la joven primavera.

Este indeleble viaje

lo realicé con mi abuela

a quien le rindo homenaje.

 

En una burra lo hicimos;

yo, cabalgando en la bestia,

y ella a pie todo el camino.

Ha quedado retratada

en mí aquella carretera

de eucaliptos jalonada.

Desde abajo se escuchaban

en el ramaje más verde

las abejas que libaban;

era un zumbido de enjambres

que en su idioma es un clamor

de muchedumbre con hambre.

Era angosta y serpenteaba;

y daba la sensación

que nunca se terminaba...

 

Pasamos: Revuelta Blanca;

por los míticos Cañitos;

La Cuesta de la Barranca;

La Zarza y el Redondel;

El Marrocano; Tavizna;

y un lugar que huele a hiel

donde abundaba la fronda

cerca de La Variante

que le llaman La Hedionda.

Los hálitos matutinos

levantaban vaharadas

que envolvían los caminos

de atmósfera perfumada

por acre hinojo, poleo

y por flores variadas.

 

Comenzó un sutil diluvio

producido por la brisa,

de ingrávidos efluvios

de algodonada textura

imitando, en cierto modo,

a la nieve blanca y pura;

eran aéreas semillas

provenientes de la flora

que fluctúan en paragüillas.

 

En los berruecos más duros

veíanse los algarrobos

con sus frutos inmaduros.

Los obscuros encinares

a la diestra de Tavizna;

y, al fondo, Cerro Pajares.

A la izquierda de estos lares

los sugerentes cuclillos

cantan en los olivares.

La imagen vetusta y clara

pintada en el horizonte

del Castillo de Aznalmara,

se erige sobre un alcor,

lleno de magia y de historia

su derruido interior.

 

Por debajo había un trazado

de una carretera antigua

evocando su pasado.

La turquesa infinitud

del celaje denotaba

la espléndida juventud

que Primavera gozaba

quien con verdor y milhojas

y flores se engalanaba.

 

Ya los primeros columbres

del precioso y blanco Ubrique

los vimos desde Las Cumbres.

Fue una impresión exclusiva,

única, maravillosa,

redonda y definitiva.

¡Aquella blanca expresión

de casas arracimadas

en la hermosa estribación

de una empinada montaña,

que hace que esta población

sea la más bella de España!

 

Vamos, tengo que decir,

que esa primera impresión

yo no la sé describir.

Si alguien me hubiera afirmado

que estábamos en Palermo

yo no lo hubiera dudado.

Recuerdo que no se oía

rugir de motocicletas,

que había pocas todavía.

Pero, sí, de los chavales,

la infantil algarabía

en los centros escolares.

 

No había contaminación

porque apenas si existían

los coches de automoción.

Y, el aire se respiraba,

puro como el esplendor

que el éter difuminaba.

 

Los Callejones


En la curva de Las Pitas

estaba el puesto de arbitrios

junto a una blanca casita.

Eran tantas impresiones

que me bajé de la burra

entrando en Los Callejones,

un acceso ensombrillado

por los árboles añosos

con que estaba flanqueado.

 

La Avenida no existía,

y, el derredor del Alcázar,

era una zona baldía

donde luego construyeron

todo un campo de deportes

que, ay, después, lo demolieron.

 


Tantísimo me abstraía

con aquel paisaje urbano

que mi abuela me tendía

una mano maternal

para asir la mano mía;

la otra llevaba el ronzal.

Caminando por las calles

la infantil curiosidad

me hacía mirar los detalles;

en los zócalos vi algunos

que la atención me atraían

porque nunca vi ninguno

puesto en mi pueblo natal;

era una puertezuela

muy pequeña de metal

con dos letras muy palpables:

( A.U. ) Después me enteré

que era del agua potable.

Para mí eso era impensable.

¡¿Agua potable en las casas?!

¡Qué invento tan formidable!

 

Era un tesoro rural

las calles del casco antiguo

enjalbegadas de cal;

con mudéjares tejados

sus casitas musulmanas,

y los suelos empedrados.

Sin plomo ni simetría

hay rincones que reflejan

su mora tipología

que arranca de los bancales

usados de escalinatas

desde tiempos medievales.

Vi allí por primera vez

cuán bonitas son las casas

trazadas con sencillez.

 

 

El Callejón del Norte

Fotografía de Leandro Cabello


 

Mi abuela en Ubrique era

conocida por su oficio

de viajante matutera.

Ella lo que más hacía

era comprar contrabando

que luego lo revendía.

En la tienda que tenía

su amiga Isabel Hernández

mi abuela se abastecía.

Si tenía oportunidad

había veces que subía

sin burra, a La Trinidad.

 


La Trinidad fue de antaño

un mercado a la intemperie

como el baratillo hogaño.

Pero en éste se vendía

sobre todo frutos grandes,

sidras, melones, sandías...

Así, sobre el mediodía,

ya mi abuela había cargado

la profusa mercancía.

En lo de Hernández comimos,

y ahí se acabó mi excursión

porque al comer nos vinimos. 

 

Emilio Vázquez Sarmiento

El Bosque, enero de 2023

 

 

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