Postal de Ubrique a finales de los sesenta
Cuando los puestos de turrón se ponían en La Plaza
y los niños jugábamos con peces de colores
en la fuente de don Carmelo
Por Esperanza Cabello
La semana pasada publicábamos un par de artículos de Ángel Bohórquez Jiménez a propósito de Ubrique. En uno de ellos Ángel hacía referencia a un artículo anterior, publicado por el periodista Eduardo Domínguez Lobato (en este enlace).
Nos hemos puesto en contacto con su hijo Eduardo a fin de solicitar su autorización para poder publicar su escrito sobre Ubrique, al que ya habíamos hecho referencia en 2010 (en este enlace) y que además fue publicado por el diario ABC en septiembre de 1969.
Queremos agradecer a Eduardo Domínguez-Lobato y a su fundación la amabilidad que han tenido con todos nosotros al permitirnos leer de nuevo que Ubrique es una "Colmena cantadora".
UBRIQUE. Por Eduardo DOMÍNGUEZ LOBATO
El
padre Campos Giles decía en un precioso artículo (en este enlace) que Ubrique era un pueblo
jugando al esconder. Porque el viajero va confiadamente a la busca del Ubrique
universal, del Ubrique marroquinero, anda a trancas y barrancas sobre una ruta
fascinante, escoltada por picos majestuosos, moles austeras y feroces, rocas
escarpadas y bravías, que ocultan tenazmente al pueblo hasta subir al
impresionante balcón de Las Cumbres. Desde lo alto, la grandiosidad de un paisaje
único. Ubrique parece el centro de un clamoroso anillo vegetal que se eleva,
dejando entrever a rachas los ocres, malvas, blancos y marrones de la sierra. Arriba,
encinares retorcidos medio envueltos en brumas. Por faldas y contrafuertes se
hermanan curiosamente el olivo y la vid. Alcornoques, quejigos y algarrobos
proclaman a lo ancho del monte la más exultante sinfonía de tonalidades verdes.
Lentiscos, chumberas y retamas cierran con garbo fragante la corte menor de una
flora que si se dice mediterránea parece convocada desde todos los rincones del
planeta.
Postal de Ubrique en los sesenta
Cuando al otro lado del río había huertas...
y un campo de fútbol
Abajo, el
pueblo. Coronado de piedras viejísimas y altivas. Es como si las casas blancas,
las calles trepadoras, las iglesias y las torres se hubiesen plantado y crecido
sobre un huerto de permanentes verdores. Se nos ocurre que estas tierras
pudieron ser paraíso del hombre prehistórico -don Manuel Cabello nos descubre
extremos interesantísimos sobre este motivo- y nos explicamos el papel
trascendental jugado por Ubrique en el discurrir de épocas guerreras, en las
que su condición de inexpugnable alcanzó entre caudillos y estrategas altísimas
cotizaciones.
Pero vamos al
pueblo. Bajemos a Ubrique, la gran colmena cantadora. La torre de San Antonio-
-prodigio de equilibrio con perfectas hechuras alpinistas- nos recibe a guisa
de acrobática bienvenida. Calles abajo, el olor a tanino nos llega como el
heraldo de una industria que se pierde en los tiempos. Nos imaginamos ya
apretadas piel sobre piel esas expediciones de carteras y petacas prestas a
dispersarse por el ancho mundo. Estados Unidos, Canadá, Méjico, Venezuela,
Alemania, Italia, Bélgica, Suecia, Dinamarca, Finlandia, Japón, Inglaterra
reciben puntualmente -y no deja de ser curioso que los países de superior nivel
industrial y técnico resulten precisamente los de mayor devoción artesana- carteras,
monederos, billeteros y pitilleras, cuya gama de modelos, contando con estuches
y toda suerte de marroquinería de alta fantasía, sube por encima de los dos
mil, que alcanzan la confortable suma de veinte millones de pesetas anuales...
Fotografía gentileza de Joaquín Romero
Colgadas al
sol, en puertas y ventanas, las mil filigraneras variedades de cuero repujado.
Desde la carpeta, solemne y lujosa, del Siglo de Oro, hasta la pequeña
rosariera de bolsillo, pasando por infinitud de bolsos y chucherías de todos
los colores al servicio del ornato femenino.
Y como telón de
fondo, el trabajo. El trabajo incesante, ilusionado, tenaz, afrontando cada
salida del sol con renovado optimismo. Porque el ubriqueño es recio, laborioso,
dinámico, largo por igual en la labor y en la fiesta. Se precia tanto de
trabajar catorce horas al día como de gozar a pleno desahogo cuantas oportunidades
testeras se le tercien...
Un censo
laboral de seis mil manos, que conocen los más recónditos secretos del cuero,
ha hecho de Ubrique una gigantesca colmena. Y el pueblo es como un panal
inmenso, excitado, en el que la artesanía rigurosa de otros tiempos viene
aliviada por las modernas máquinas eléctricas de rebajar y de planchar, por las
estecas bruñidoras, por las patas de cabra que enlustran y abrillantan las
pieles.
Y las muchachas
cantan mientras bordan sobre el cuero la incopiable orfebrería, transmitida de
padres a hijos...
Ojo, don Manuel
Janeiro y cabezas responsables de Ubrique, con la maquinaria y la posible
tentación de producir en serie. Eso, como usted bien dice, ya lo hace mucha
gente en muchos sitios, y con notoria ventaja. Que las máquinas colaboren en lo
que no es esencialmente artesano, bien. Pero que los ubriquenses pierdan, por
manos del demonio, esa gloria iónica que tienen en las manos, no tendría perdón
de Dios. Y el descrédito sería tan irreparable que se hace necesaria la más
tozuda sordera ante todos los cantos de sirena.
Postal de los años sesenta
Cuando en la Plaza de la Verdura había moreras
Aunque no hay
temores, estamos seguros, porque la de Ubrique es gente que sabe mantener el
tipo... Como ha sabido encajar intacto su intimidad y su tipismo, un tipismo
con sabor añejo de vino ensolerado, que inspiró los mejores óleos de ese
enamorado de los rincones de Ubrique que fue Pedro de Matheu, en el proceso
urbanizador, que levanta aires de modernidad y renovación a lo largo de las
vías centrales.
Todo lo noble
del ayer viviendo en el presente hacia el futuro. Un futuro en luna creciente,
porque, aunque las competencias existan, Ubrique no tiene parigual ni
competencia. Un futuro que exige el más ardoroso esfuerzo para que esa Feria de
Muestras, de alcance nacional, sea una realidad pronta. Ha de serlo. Tiene que
serlo. Se la merece clamorosamente un pueblo que trabaja y que canta.
Eduardo
DOMÍNGUEZ LOBATO
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