La familia Lobatón durante la entrega de premios
Cortesía de Elena Lobatón
Por Esperanza Cabello
Hace un par de meses, nuestra amiga Elena Lobatón nos contó que la ciudad de Jerez había homenajeado a su hermano Paco en una ceremonia entrañable y emotiva. Le habían entregado el "Premio Especial Ciudad de Jerez", reconociendo así su trayectoria profesional, su prestigio reconocido y su especial sensibilidad por los temas sociales.
Junto a Paco Lobatón también recibieron distintos galardones otros jerezanos reconocidos en el mundo cultural o empresarial, y asociaciones muy sensibilizadas con la problemática social.
Elena nos contó que había sido una noche mágica, entendemos su emoción, pues nos ponemos en su lugar y comprendemos que ese tipo de homenajes a tu propio hermano debe de llegar al corazón.
También nos contó que se había reunido toda la familia, los Lobatón Sánchez de Medina forman una familia muy numerosa, de las supernumerosas de antes. Rosario y Pedro tuvieron diez hijos, y, aunque ya no están todos, siguen formando una gran familia.
Elena puso mucho empeño en que leyéramos el discurso que su hermano Paco había pronunciado, como portavoz de todos los homenajeados, y nosotros nos pusimos en contacto con Paco, que nos lo proporcionó.
Ahora que han pasado algunas semanas desde aquel día, y que hemos tenido la ocasión de leer el libro autobiográfico que Pedro Lobatón, el pater familias, escribió con sesenta y tres años, hemos comprendido el sentido de familia que acompaña a los dos escritos, hemos entendido el compromiso social de Paco, heredado de su padre, y el cuidado que pone Elena en que los recuerdos de infancia de todos se conserven, manteniendo, también, la relación con el pueblo de sus padres, Ubrique.
Aunque se trata de un escrito bastante extenso, con muchas referencias a Jerez, hemos pensado que lo mejor será publicarlo en su integridad, con nuestro agradecimiento a los hermanos Lobatón por las fotografías y el texto.
Premios "Ciudad de Jerez" Octubre 2015
Cortesía de Elena Lobatón
"Queridos conciudadanos, familia, paisanos y
amigos, miembros del Consistorio, Alcaldesa:
Una ciudad es una arquitectura, un hablar, unas
tradiciones religiosas y profanas, unas costumbres, un estilo y hasta una
cocina: un orbe entero que lo contiene todo; un sistema de vida. Un lugar
privilegiado, una luz que le es propia, un paisaje.
Y es también una ciudad un rumor que resuena por
plazas y calles, unos silencios que se estabilizan en lugares donde nada puede
romperlos; un tono en las voces de sus habitantes y una especial cadencia en su
hablar...
Así es como María Zambrano
siente y define la ciudad. Sus palabras acuden en mi auxilio para decirle lo
que siento a ésta que es mi ciudad, en este día que presiento repleto de
encuentros y de voces. Y es el corazón lo primero que me encuentro. El
corazón que recibe este premio como un te quiero dicho por alguien a
quien quieres. Como una confirmación de amorosa reciprocidad.
Es ahí donde ha ido a alojarse la noticia de este
reconocimiento desde el primer instante. Ahí, corazón adentro, y no en
el reducto del yo ni en el corralito del orgullo. El corazón es el
labio y el oído al desgranar la doble declaración de amor sin fronteras: Mi
ciudad me quiere. Yo quiero a mi ciudad.
Lo decimos y el corazón se ensancha. Más aún al
hacerlo ahora en voz alta ante todos vosotros. Lo decimos y sentimos algo que
nos ata y nos libera a la vez. Una vibración que solo produce el buen amor.
Así que ese es el Jerez que siento como ciudad
mía y nuestra. La del querer. La de la gente a la que quiero.
Por eso, incluso estando lejos como me ha tocado
estar tanto tiempo, nunca me he ido de Jerez. Me lo he llevado puesto. Ha
venido conmigo. Ha sido mi sostén cuando arreciaba el frío y la cálida
querencia que te devuelve siempre al espacio primero de los afectos.
Porque quiso la diosa Azar que aquí me fueran a nacer.
Y no en cualquier esquina, no. Calle Porvenir. Y al poco, como para añadir
garantías al incipiente porvenir, al Paseo de las Delicias me llevaron.
El campito, el sitio de mi recreo, dicho sea
con toda la intención con que lo hizo Antonio Vega en una de sus canciones más
hermosas.
El sitio de mi recreo, sí, un lugar que antes de
ser huerta fue exactamente eso, un Recreo (con mayúsculas) de palmeras y
árboles frondosos.
Qué más se puede pedir si, además, naces
bajo el signo del siete, séptimo de los hijos de Rosario y de Pedro
que llegarían, mediando Jerez, a sumar diez. La vida suma y resta y
multiplica. En la resta, se fueron primero los padres y luego los hermanos más
guapos, Luis Fernando y, hace poco, Juan de Dios. “Ya vais quedando menos”,
dijo mi sobrina Victoria, con un desenfadado humor negro en el embarazoso
trasiego de los pésames que nos damos para que las ausencias pesen menos.
En el suma y sigue, aunque seamos menos, seguimos
igual o más unidos (va por días, como en cualquier
familia), María de los Ángeles, Pedro, Miguel, Elena, Charito, Fermín,
José María y yo mismo. En la multiplicación están los hijos y los hijos de
los hijos, entre ellos los míos: Triana, Ausias y Berenice, repartidos entre
Barcelona, Berlín y Madrid. Triana con Arne, padres de Pau, con siete meses ya;
y Ausias con Bea, desde hace un año padres de Emma. Y Berenice, en su singular
reinado de hija pequeña y tía prematura.
Con Ana a mi lado, mi amor de resonancias omeyas,
mi mujer-mezquita de acogedores arcos en los que la belleza convive con la
pasión, más duradera por más serena.
Muy cerca de la tierra, pero también del cielo.
Eso es, al fin y al cabo, lo que vive un niño granjero, como fui yo, entre
animales sueltos, en medio de maizales y sembrados de trigo (...)
Viendo a casi todos ellos aquí, pero pensando
sobre todo en los que todavía cuentan su existencia en días, semanas o meses,
quiero querer para ellos la infancia que viví en esta tierra. Entre el porvenir
y las delicias. Muy cerca de la tierra, pero también del cielo. Eso
es, al fin y al cabo, lo que vive un niño granjero, como fui yo, entre animales
sueltos, en medio de maizales y sembrados de trigo, de frutales y veredas y
zambullidas en la alberca de agua de pozo, compartida con renacuajos y otros
bichos entre reflejos de verdín y el sol de todos los veranos.
No imagino una infancia más feliz. Barriada de La
Asunción, carretera de Cortes, frente al fielato. Cruzando la cancela de hierro
forjado veíamos venir a la señorita Mercedes a enseñarnos las primeras nociones,
quizá el abecedario. El mismo camino que cruzaría tantas veces Sebastián, su
hermano, para amistarse conmigo y engatusarme con relatos fantásticos y
compartir juegos de bolindres y correrías de gatos. Igual que luego Ángel,
ya en tiempos de instituto y mientras compartíamos el esplendor de los primeros
amores y la desazón de los primeros desamores, y andábamos estrenando el
sentimiento primero y principal que llamamos amistad.
Ese Instituto que compartí con Ángel, es el Padre
Luis Coloma que sigue en pie en la Avenida. A él llegué procedente de
los Marianistas. La Porvera primero, el Pilar después, gracias a la tenacidad
de nuestro padre con la cartilla de familia numerosa en ristre hasta conseguir
beca. Si mi padre se sentía feliz al confiarme a una educación con patente
católica, mucho más feliz me sentí yo al descubrir el mundo laico y mixto del
Instituto. Chicos y chicas juntos en clase y, siempre que se podía, mejor aún
fuera, entre recovecos del Parque González Hontoria. Será por algo que los años
no han borrado los nombres vinculados al Coloma: don José Cádiz o don José
Alvarado (directores), Juan Cánovas, Domingo Aguilar, María Dolores Hidalgo de
Torralba, profesores....
Ni el recuerdo del periódico mural -El
Silbo lo llamamos en claro homenaje a Miguel Hernández-, en el que
publiqué la primera entrevista de mi vida a un vagabundo pintor de nombre
Rosique. Puede que fuera, sin tener consciencia de ello, mi primer peldaño
hacia el periodismo. El siguiente y decisivo me esperaba en Radio Jerez, en la
Plaza de las Angustias, a escasos metros de la casa que me vio nacer. Porvenir
era la calle -como ya dije antes- y quién me iba a decir que el mío iba a
empezar a dibujarse ante el micrófono que Carlos Vergara puso
en mi camino.
La familia Lobatón durante la entrega de premios
Cortesía de Elena Lobatón
Una luz se encendía para mí en aquellos tiempos
oscuros -conviene no olvidarlo- con un nieto del general Primo de Rivera
sentado en el sillón de la Alcaldía, tan impasible como su abuelo estaba a
lomos del caballo entre chorros de agua y cagadas de paloma en la Plaza del
Arenal. Plaza del Arenal. La que cantaba La Paquera de Jerez y era la
sintonía inconfundible de las mañanas de la Radio. Aquel Alcalde escuchaba el
informativo local -en el que era inevitable que habláramos de él- y me hacía
llegar recados a través de una Domecq.
Bien mirado, fue todo un entrenamiento y la
confirmación de que había empezado a bregarme en el complicado oficio de
informar, todavía entrelíneas y con el riesgo de terminar entre
rejas. Curiosamente eso fue lo que estuvo a punto de pasarnos a los
integrantes del grupo Génesis el día en que decidimos recitar
nuestros poemas revolucionarios ante el escandalizado auditorio del Club
Nazaret. La justa poética terminó con la Policía requisando nuestros papeles y
citándonos a declarar.
Aunque el episodio no pasó a mayores fue el
anticipo de lo que me esperaba en mi siguiente destino: Madrid.
Hablo del Madrid universitario de finales de los
sesenta, probablemente los más duros del franquismo. Mientras trabajaba en
pintorescos oficios para pagarme los estudios, llegó el compromiso, la
militancia política en el movimiento estudiantil. Y llegó Billy el Niño,
todo un sheriff de la Brigada Político Social, pistola en mano para intentar
impedirlo. Recientemente ha vuelto a salir a la luz esa figura siniestra a
través de la querella presentada por algunos de mis compañeros ante la jueza
argentina María Servini de Cubría, para que se siente en el banquillo a él y a
otros torturadores de esos años de plomo.
Y así fue como pasé de las aulas universitarias a
las celdas de la cárcel de Carabanchel, tercera galería, la de los presos
políticos, y de ahí al Tribunal de Orden Público, y, finalmente, al exilio.
Tenía solo 20 años cuando me topé de golpe con el
sentimiento de los desterrados, el de la condena a vivir lejos de los tuyos
sólo porque querías contribuir a una vida mejor y en libertad para los tuyos.
Empezando por la familia y los amigos. Un sentimiento revivido estos días en la
peripecia de los exiliados sirios que intentan encontrar refugio en Europa,
entre nosotros.
Dejo aquí el relato de los hechos para retener
algunos valores de fondo a todos ellos.
La amistad verdadera es una raíz que permanece,
que te fija en el suelo de la vida, que florece a veces y a veces enmudece,
pero que sabes cierta y sientes que siempre va a esperarte.
La amistad, por ejemplo. Seguramente esta
ciudad nuestra a la que tantas carencias reprochamos, sea una de las pocas que
puede acreditar haber tenido un Club de la Amistad. Alojado en
territorio dominico, fue uno de ellos, Pedro León, su animador más constante.
Yo, que por aquellos años ya no me confesaba, confié al cura León mi
enamoramiento irremisible de Inmaculada, y él, en vez de penitencia, me regaló
un bellísimo poema para ella. Allí y en la pequeña sala de San Dionisio hicimos
también teatro, con Pepe Marín como maestrante. De Morris West a Bertol Brecht
iba nuestro repertorio. Ahí es nada. No hicimos afición ni negocio, pero sí
amigos duraderos.
La amistad verdadera es una raíz que permanece,
que te fija en el suelo de la vida, que florece a veces y a veces enmudece,
pero que sabes cierta y sientes que siempre va a esperarte. Con un afecto
antiguo pero siempre a estrenar. Y la felicidad seguramente es
justo eso: no dejar de estrenar afectos. Algo que ocurre en la
infancia, principalmente. Por eso deseo esa felicidad con todas mis fuerzas
para los hijos de mis hijos y para todos y cada uno de los hijos de esta ciudad
que nos acoge sin fronteras.
¿Sin fronteras? Sin fronteras,
sí. Esa es la ciudad que quiero, la ciudad a la que aspiro con el impulso
decidido de un tiempo por venir nuevo y distinto, como arma cargada de futuro,
para decirlo con la rotundidad poética con que lo expresó Gabriel Celaya.
Un futuro entendido como proyecto libre de las
rémoras que traban el derecho a vivir con dignidad. Dignidad que es sinónimo de
vivir con derechos, con todos los derechos. Al trabajo, a la vivienda, a la
sanidad, a la enseñanza, a la cultura. Y a la felicidad. Me acojo aquí a la
hedonista sentencia de San Agustín, según la cual la vida no merece vivirse si
no es para ser feliz. Esa es la ciudad a la que aspiro. Un Jerez sin
fronteras.
El premio que hoy me otorga esta ciudad
no hace sino renovar mi compromiso con ella. No creo en el periodismo
de la observación aséptica de la realidad, tampoco en una neutralidad incolora,
inodora, insípida.
Sí creo en la independencia y en la utilidad
social a la que se debe nuestra profesión, por encima de ambiciones o
lucimientos personales.
La familia Lobatón durante la entrega de premios
Cortesía de Elena Lobatón
El primer deber, en el ejercicio responsable de
la observación propia de un periodista, no puede ser otro que el de analizar la
realidad tal como es: con la dureza sustantiva de las cifras que colocan al
área urbana de Jerez como la de mayor desempleo de España, un doloroso podio;
un podio en el que otro indeseable escalón nos precipita en la sima una deuda
difícilmente subsanable antes de cuatro décadas. Todos esos datos son piedras
de otras tantas fronteras. Para tener horizontes hay que echarlas abajo sin
demora y que sirvan si acaso para enterrar bajo ellas tópicos que nos acompañan
con la persistencia de las maldiciones, como la del Jerez de los señoritos.
El señorío lo da la ciudadanía, no los
privilegios. Y la ciudadanía viene de la igualdad de derechos. A esa
ecuación debemos volver una y otra vez.
Un tópico trasnochado pero que persiste aunque ya
no haya casi señoritos, y que nos golpea todavía y seguirá golpeándonos,
volverá como vuelve el bumerán, si no somos capaces de cambiarlo por el Jerez
de los ciudadanos.
El señorío lo da la ciudadanía, no los
privilegios. Y la ciudadanía viene de la igualdad de derechos. A esa
ecuación debemos volver una y otra vez. Por más que la crisis haga más empinado
el camino, o precisamente por eso.
La crisis ha generado otra hornada de fronteras
interiores. Las piedras centenarias de nuestras viejas murallas fueron
sustituidas, en el tiempo todavía reciente de la burbuja, por los ladrillos de
la especulación, del dinero rápido y fácil, del Jerez ampliado a base de
unifamiliares adosados o sin adosar, los de los mega centros comerciales del
extrarradio que vaciaron de clientes y de perspectivas a los del centro urbano,
los de las obras grandilocuentes pero absolutamente ineficientes hechas a costa
y a cuenta del erario público.
Y en la hora en que la crisis actúa como un
punzón que pincha y hace desvanecerse la burbuja, Jerez se hace acreedor de
títulos implacables -indeseables pero absolutamente implacables- como los de
ciudad fallida o ciudad fracaso. Hay que admitir que esta radiografía
periodística de mi admirado colega Pedro Ingelmo está basada en datos ciertos. Pero
eso no significa que haya que ver en ella una condena. Todo lo
contrario. Yo la percibo más bien como un desafío, como una incitación a la
rebeldía ciudadana.
Porque, ¿cómo vamos a resignarnos sin más a ser
un fracaso? ¿Cómo, a pesar de todas las decepciones sufridas, cómo vamos a
renunciar a una gobernanza de calidad capaz de unir voluntades ciudadanas -y no
sólo partidarias- y de hacer confluir iniciativas de progreso?
Renunciar a ello sería la peor condena para la
colectividad a la que llamamos CIUDAD con toda la hondura de
su significado solidario y democrático. La ciudad que existe en, por y para el
entramado de ciudadanos tejiendo la red solidaria que hace sociedad. La única
que merece ese nombre. La que hace comunidad. Y la que, sobre esa sólida base,
aspira a la riqueza bien entendida: no la riqueza de unos pocos a costa de la
mayoría, sino la que alcanza a la mayoría y la dota de la dignidad debida.
Porque, en sentido contrario y como ha dicho
recientemente en Córdoba el expresidente uruguayo José Mujica,
la pobreza consiste en no tener comunidad. Jerez tiene comunidad y, por
tanto, existe como sociedad capaz de rehacer su futuro. Aquí, en este mismo
acto, tenemos la certificación más clara en las personas y colectivos con los que
tengo el honor de compartir los Premios de la Ciudad de este año de 2015.
Me enorgullece, sí, saberme compañero de viaje de
las Mujeres Imparables y su emergente red empresarial; de la Voz de las Mujeres
por la Igualdad; del Jerez de la creación que encarna Abraham Zambrana- por
cierto, la próxima vez vendré con unos de tus maravillosos zapatos-; del
de la Difusión en todos los sentidos que quepa imaginar y que practica con
éxito y encomiable constancia Manuel Romero Bejarano; de la capacidad para
aunar conservación patrimonial y progreso que distingue a Manuel Domecq Zurita;
de la Excelencia aplicada con tesón y buen oficio que caracteriza el quehacer
de Antonio Páez Lobato, hacedor de calidades vinícolas, sobre todo en el
vinagre que lleva el apellido de Jerez por el mundo.
Así que en el índice de los premios hay una
muestra del potencial creativo y emprendedor que habita entre nosotros. En la
entretela social, estoy seguro, el muestrario podría ampliarse casi sin límites
Así que en el índice de los premios hay una
muestra del potencial creativo y emprendedor que habita entre nosotros. En la
entretela social, estoy seguro, el muestrario podría ampliarse casi sin
límites. Al mirar al Jerez de hoy lo hago a la vez como periodista y como
ciudadano, procurando aplicarme aquella máxima kennediana que decía “no
preguntes qué puede hacer el país por ti, sino qué puedes hacer tú por el
país”.
Sinceramente creo que debemos formularlo así, en
primera persona del plural, incluyéndonos todos en la carta de deberes. La que
invocó José Saramago al recibir el premio Nobel de Literatura, él que era el
más irreductible defensor de la carta de los derechos humanos. El porvenir
no existe si no nos atrevemos a imaginarlo, a dibujarlo aunque sea, de entrada,
a golpe de preguntas.
Me andaba preguntando, por ejemplo, si no sería
posible que el flamenco además de las citas ya consolidadas como el Festival de
Jerez o las zambombas navideñas, en proceso de reconocimiento como Bien de
Interés Cultural, no podría ampliar su oferta a lo largo de todo el año y en
todas sus expresiones. Y hace unas horas he encontrado una respuesta alentadora
a esa pregunta en el compromiso anunciado por la alcaldesa de hacer todo para
que la programación de otoño de El Flamenco de Jerez se extienda
a todas las estaciones.
Así que hay respuestas posibles.
La familia Lobatón durante la entrega de premios
Cortesía de Elena Lobatón
Me pregunto si en la cartografía de nuestros
cascos de bodega no caben mil y una posibilidades para añadir valor a los
circuitos turísticos y dotarlos de un contenido cultural con miras de futuro,
haciendo que cada visitante se convierta en un embajador entusiasta de nuestros
vinos y de nuestra ciudad. Me pregunto cuánto desarrollo cabe del hecho ya
consolidado de un Jerez epicentro de un abanico impresionante de destinos de
litoral y de interior. Cuántos corredores, organizados como rutas
polivalentes, programas combinados de transporte y de exploración cultural, admite
todavía el formidable catálogo de destinos de playa y también de campiña y de
sierra.
Me pregunto cuántos circuitos tenemos por
estrenar, incluido el Circuito por antonomasia. Cuántas iniciativas seríamos
capaces de articular -además del Mundial de motociclismo- para que a ese dragón
de asfalto no le rujan más las tripas que los motores. Por cierto que los
caballos hidráulicos nunca pudieron ni podrán arrebatar protagonismo a los
caballos de sangre, a los pura sangre; los genuinos caballos jerezanos.
Los que los niños de barriada veíamos de soslayo al pasar por el antiguo
hipódromo de Chapín, los de la Yeguada militar y, luego, los de la Real Escuela
de Arte Ecuestre. Siendo un niño granjero, como ya he contado que fui, nunca
aprendí a montar a caballo. Era algo prohibitivo para la mayoría de los niños
de mi generación y me temo que en buena medida lo sigue siendo hoy. ¿Por qué?
Emoción y Agradecimiento, por un reconocimiento
que no hace sino redoblar mi compromiso con la ciudad que tanto quiero
Sigo con las preguntas: ¿No sería razonable que
la ciudad del caballo potenciara al máximo su Escuela Municipal de Equitación,
al modo de los centros de alto rendimiento que han permitido que emerjan
grandes campeones en distintas disciplinas deportivas?
He hecho todas esas preguntas deliberadamente,
pero con la humildad debida, porque estoy seguro de que en cada uno de esos
asuntos hay gente empeñada ya en la tarea. A ellos deberíamos sumarnos
todos, decididamente.
Quién dijo que todo está perdido
Yo vengo a ofrecer mi corazón
Son del cantautor argentino Fito Páez estos
versos: el que pregunta y el que responde. Los refiero a punto de terminar
porque esa ha sido también mi guía hoy: preguntar primero y ofrecer lo que
tengo. Palabras y preguntas.
Emoción y Agradecimiento, por un reconocimiento
que no hace sino redoblar mi compromiso con la ciudad que tanto quiero.
Si, como afirma nuestro Premio Cervantes, José
Manuel Caballero Bonald, somos el tiempo que nos queda, yo quiero vivir ese
tiempo, todo lo ancho que pueda ser, sintiéndome parte inseparable de esta
ciudad.
Y quiero serlo de una manera activa: para
combatir con toda la rabia necesaria los tópicos que nos anulan, pero, sobre
todo, para impulsar los sueños a los que debemos aspirar para conseguir
acercarnos a la ciudad ideal.
Sí, puede parecer un sueño. Pero, como dice María
Zambrano: Los sueños han movido en parte la humana historia. El caso es soñar
bien. Soñar con la conciencia despierta.
A ese sueño es al que quiero invitaros a todos,
queridos conciudadanos. ¡Muchas gracias!
Paco Lobatón
Jerez, 9 de octubre de 2015
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