Agradecemos
a José María Gavira que nos haya permitido compartir su trabajo en
nuestro blog, publicado originariamente en "5*U", más tarde en
"Historias del Mediodía" y actualmente en proceso de publicación en
"Historias de Ubrique" (en este enlace).
POR JOSE MARÍA GAVIRA VALLEJO
Un día un amigo me recomendó La Fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa.
Me contó de qué iba el libro y, la verdad, no me sedujo en aquel
momento sumergirme en la vida de un repugnante dictador dominicano del
siglo pasado (Trujillo). Pero me convencieron estas palabras: “si lo
empiezas, no lo podrás dejar”. Y así fue. Vargas Llosa siempre lo
consigue.
Ya plenamente prendido en la trama, los acontecimientos narrados
cobraron un interés adicional cuando, pasado el ecuador de la obra
(capítulo XIV), saltó a mis ojos el nombre de Ubrique. Concretamente, se encuentra en el párrafo que copio:
El editorial de Radio Caribe, reproducido por La Nación, aseguraba que monseñor Panal, el obispo de La Vega, «antiguamente conocido por el nombre de Leopoldo de Ubrique», era fugitivo de España y fichado por la Interpol. Lo acusaba de llenar «de beatas la casa curial de La Vega antes de dedicarse a sus imaginaciones terroristas», y, ahora, «como teme una justa represalia popular se esconde detrás de beatas y mujeres patológicas con las que, por lo visto, tiene un desaforado comercio sexual».
En cuanto a monseñor Francisco Panal Ramírez, no es ese el primer pasaje en que se hace referencia a este hijo de Ubrique
nacido en 1893 y muerto en Santo Domingo en 1970, que fue el primer
obispo de la nueva diócesis dominicana de La Vega, entre 1954 y 1965.
Desde el capítulo II se van relatando algunos hechos de este singular
personaje que, con el norteamericano Tomás Reilly, recibió la siguiente
descalificación –una de tantas– por parte de la emisora trujillista La Voz Dominicana:
(…) no nacieron bajo nuestro sol ni sufrieron bajo nuestra luna (…) y se inmiscuyen en nuestra vida civil y política, pisando los terrenos de lo penal.
Y es que el obispo Panal, “el españolete”, el “hijo de puta” (como
lo califica el personaje de Trujillo en la novela), le estaba haciendo
la vida imposible al Chivo recriminándole cada vez que podía su
tiranía y su libertinaje; primero discretamente, después abiertamente,
en un proceso de agravamiento de la animadversión que desembocó en
guerra declarada el domingo 25 de enero de 1960. Ese día, Panal y los
otros cuatro obispos dominicanos leyeron en el púlpito una carta
pastoral “que estremeció la República” y “enloqueció de furor a la
Bestia”.
Los prelados denunciaban la tiranía, pedían oraciones por los presos
políticos que abarrotaban las cárceles y los centros de tortura del
país, se acordaban de los “«millones de seres humanos que continúan
viviendo bajo la opresión y la tiranía», para los que no hay «nada
seguro: ni el hogar, ni los bienes, ni la libertad, ni el honor»”;
defendían “[el derecho] a formar una familia, el derecho al trabajo, al
comercio, a la inmigración, a la buena fama y a no ser calumniado «bajo
fútiles pretextos o denuncias anónimas (…) por bajos y rastreros
motivos»”. La pastoral reafirmaba que “todo hombre tiene derecho a la
libertad de conciencia, de prensa, de libre asociación…” y elevaba
preces para que “«en estos momentos de congoja y de incertidumbres (…)
hubiera «concordia y paz» y se establecieran en el país «los sagrados
derechos de convivencia humana»”.
El Generalísimo tenía bien aprendida en la carne ajena de Juan
Domingo Perón (Argentina), Marcos Pérez Jiménez (Venezuela), y Gustavo
Rojas Pinilla (Colombia) el daño que podían hacer las aparentemente
inocuas pastorales de la Iglesia. De hecho, Perón se lo advirtió al
Chivo al partir de Ciudad Trujillo, rumbo a España: “Cuídese de los
curas, Generalísimo. No fue la rosca oligárquica ni los militares
quienes me tumbaron; fueron las sotanas. Pacte o acabe con ellas de una
vez”. Pero el Padre de la Patria Nueva dominicana optó por iniciar una
campaña de propaganda contra los obispos, sobre todo contra los dos
extranjeros, Francisco Panal y Tomás Reilly. Estos, “desde ese negro 25
de enero de 1960 (…) no habían dejado un solo día de joder. Cartas,
memoriales, misas, novenas, sermones”.
El tirano barajó varios planes criminales para acabar con el problema:
Uno, usando como escudo a los paleros, matones armados de garrotes y chavetas de Balá, ex presidiario a su servicio, los caliés irrumpirían a la vez, como grupos recalcitrantes desprendidos de una gran manifestación de protesta contra los obispos terroristas, en el obispado de La Vega y en el Colegio Santo Domingo, y rematarían a los prelados antes de que las fuerzas del orden los rescataran. Esta fórmula era arriesgada; podía provocar la invasión. Tenía la ventaja de que la muerte de los dos obispos paralizaría al resto del clero por buen tiempo. En el otro plan, los guardias rescataban a Panal y Reilly antes de ser linchados por el populacho y el gobierno los expulsaba a España y Estados Unidos, argumentando que era la única manera de garantizar su seguridad.
Pero sopesó los pros y los contras y decidió “[seguir con] la
guerra de nervios. Que no duerman ni coman tranquilos. A ver si ellos
mismos deciden irse”. No sabía que se estaba enfrentando con una
personalidad de carácter tan tenaz como el suyo propio. Trujillo lo
intentó todo para callarlo. Incluso organizó “una sacrílega pantomima
contra monseñor Panal, en la iglesia de La Vega, donde el obispo decía
la misa de doce”:
En la nave atestada de parroquianos, cuando monseñor Panal leía el evangelio del día, irrumpió una pandilla de barraganas maquilladas y semidesnudas, y ante el estupor de los fieles, acercándose al púlpito insultaron y recriminaron al anciano obispo, acusándolo de haberles hecho hijos y ser un pervertido. Una de ellas, apoderándose del micrófono, aulló: «Reconoce a las criaturas que nos hiciste parir y no las mates de hambre». Cuando, algunos asistentes, reaccionando, intentaron sacar a las putas fuera de la iglesia y proteger al obispo que miraba aquello incrédulo, irrumpieron los caliés, una veintena de forajidos armados de garrotes y cadenas, que arremetieron sin misericordia contra los parroquianos. ¡Pobres obispos! Les pintarrajearon las casas con los insultos. A monseñor Reilly, en San Juan de la Maguana, le dinamitaron la camioneta con la que se desplazaba por la diócesis, y le bombardearon la casa con animales muertos, aguas servidas, ratas vivas, cada noche, hasta obligarlo a refugiarse en Ciudad Trujillo, en el Colegio Santo Domingo. El indestructible monseñor Panal seguía resistiendo en La Vega, las amenazas, las infamias, los insultos. Un anciano hecho del barro de los mártires.
costaverdedr.com
Todo esto removió la conciencia de Salvador Estrella
Sadhalá, un católico ferviente, de comunión diaria, que se confesaba a
un cura así:
Voy a matar a Trujillo, padre. Quiero saber si me condenaré (…). Ya no puede ser. Lo que están haciendo con los obispos, con las iglesias, esa asquerosa campaña en la televisión, en radios y periódicos. Hay que ponerle fin, cortando la cabeza de la hidra. ¿Me condenaré?
Casi cuarenta años después de su muerte, el obispo Panal sigue
ocupando un lugar en la memoria y el corazón de muchos fieles
dominicanos entre los que goza de fama de santo. Tanta, que no hace
mucho el actual obispo de la diócesis de La Vega, Antonio Camilo
González, hizo una discreta visita a Ubrique que tenía algo de devota
peregrinación. Monseñor Camilo quería conocer en persona el lugar donde
vio la luz una figura tan admirada en su país. Le sirvió de sin par
cicerone nuestro recordado Manuel Cabello Janeiro, en
cuya proverbial inquietud de historiador de todo lo nuestro quedó
sembrada una semilla de interés que acabó transformándose en entusiasmo
incondicional hacia tan ilustre paisano. Don Manuel viajó a la República
Dominicana siguiendo el rastro del olor a santidad y narró sus
experiencias en su obra Obispo Panal, un hombre comprometido.
En
este libro, que como el de Vargas Llosa no se deja cerrar hasta que se
concluye, Cabello nos cuenta algunos detalles históricos y nuevas
sabrosas anécdotas de la vida de aquel ubriqueño diamantino que nació el
20 de septiembre de 1893, hijo de Manuel y María, en la casa familiar
de la calle de la Palma. Desde muy pequeño frecuentaba con sus hermanos
mayores el convento de Capuchinos, donde, al parecer, quedaba hechizado
ante la celda que había ocupado el beato Diego José de Cádiz. Tanto, que
se despertó en él la vocación de “catequizar herejes”, y para
disponerse a ello ingresó con doce años en la Escuela Seráfica de
Antequera, en 1905, pasando en 1909 al colegio que la Orden tiene en
Granada.
En 1914, con el nombre de Fray Leopoldo María de Ubrique (un homenaje
a Fray Leopoldo de Alpandeire), llegó a la República Dominicana para no
retornar jamás a España. Allí llevaba 16 años cuando Rafael Leónidas
Trujillo Molina, tras un golpe de Estado, llegó al poder, en el que se
mantuvo hasta 1961 siempre bajo un velo de mendaz constitucionalidad.
Durante 31 años tuvo tiempo sobrado para hacerse dueño de medio país,
robarle a sus compatriotas unos 100 millones de dólares y convencerse a
sí mismo de que era una especie de semidiós con patente incluso para
nombrar a su hijo Ramfis coronel a los 7 años y general a los 10 (según
narra Vargas Llosa). La cantidad y “calidad” de las tropelías del
Generalísimo Trujillo difícilmente las podrá supera ningún dictador
contemporáneo.
Cuenta Manuel Cabello que un día Trujillo asistía a la misa que oficiaba
Panal en su catedral. Se habían dispuesto dos reclinatorios en el
altar, uno para el obispo y otro para el jefe del Estado; este iba a
dirigir su propia “homilía”, que iba a ser retransmitida a toda la
nación por su expreso deseo. El tiro le salió por la culata. Al parecer,
cuando el prelado pidió que todos se hincaran de rodillas, el
Generalísimo se resistió a acatar tamaña afrenta a su dignidad de
morador del Olimpo. Pero tampoco Panal estuvo dispuesto a consentir tal
insumisión, por lo que recalcó en voz alta e imperiosamente: “¡Todos,
todos!”. Y el Generalísimo bajó la testuz y se puso de hinojos… El
príncipe de la iglesia le soltó un sermón de padre y muy señor mío sobre
las iniquidades que se estaban cometiendo en el país, preguntándole al
dictador si no estaba enterado de ellas. Trujillo acabó levantándose y
salió de la catedral como alma que lleva el diablo –nunca mejor dicho–
con la idea fija de que aquel cura se las iba a pagar caras.
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